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Trabajar para no vivir

Trabajar para no vivir

Hay semanas que cunden mucho. Esta pasada fui a dos manifestaciones y lo hice con las manos en los bolsillos; sin pegatinas ni pancarta, bandera o globos. Anónimo. Como un bulto que ocupa medio metro cuadrado que, a lo mejor, son dos para los organizadores y unos centímetros para la Policía Local. Allá ellos. Para mí lo importante es sentir la sensación íntima de compartir el motivo de la convocatoria, sean quienes sean los convocantes.

Dicen que caminando se piensa mejor porque supone una desconexión que nos permite escapar de la idea de identidad y la tentación de ser alguien. Y a lo mejor fue por eso que mientras subía por la calle La Cámara se me ocurrió que ganarnos la vida no debería ser tan difícil. Que, a estas alturas, debería bastar con tener un empleo y trabajar ocho horas. Pero resulta que trabajar y cobrar un salario es un privilegio y hacerlo durante ocho horas y, además, tener vacaciones un lujo que solo pueden permitirse unos pocos.

Hemos progresado tanto que aquello de que con un salario podía vivir una familia es prehistoria. Ahora se necesitan dos, como mínimo, y que los abuelos hagan de becarios y cuiden a los nietos durante doce horas al día.

Olvídense de vivir para trabajar y desechen, también, la idea de trabajar para vivir. En lo que estamos es en trabajar y que no llegue para vivir. Los últimos datos sitúan a nuestro país como el tercero con más trabajadores pobres de la Unión Europea, solo superado por Rumanía y Grecia.

La gravedad del asunto es que el trabajo no sólo es un medio para conseguir dinero, es, también, una forma de vivir. Llega a convertirse en el eje sobre el que cada uno vertebra y regula su vida y su sistema social. Por eso resulta aterrador que uno de cada seis trabajadores no gane para vivir y que los otros no sepan si al final de mes les despedirán o no puedan organizarse para defender derechos básicos como quedar de baja cuando están enfermos, disfrutar del permiso de paternidad o maternidad, o tener un horario digno.

La España que viene, y ya está aquí, es un país muy distinto al de hace unos años, cuando, al parecer, vivíamos como no nos correspondía vivir. Cuando salíamos a cenar una vez al mes, podíamos disfrutar de un par de semanas de vacaciones y teníamos un coche y una casa propia. Aquello llevó al país a la ruina. Así es que empieza a construirse la España del futuro, donde se irán de vacaciones y comprarán casas y coches los que tengan dinero. Los demás tendrán que ir sobreviviendo cada uno como pueda. Los datos favorables del paro, tan pomposamente aireados, reflejan eso, que si nuestros hijos quieren tener un empleo será a costa de ser más pobres que sus padres.

Lo sorprendente es que la gente no se lo cree. Aún espera el milagro. Por supuesto que no voy a decir que por manifestarse el 1 de Mayo se arregle el problema, pero, en muchos casos, no solo se es pobre por cómo se vive sino también por cómo se piensa. La abulia y la complicidad con las que asistimos a esta debacle son asombrosas. Nunca, como ahora, hemos sido tan dóciles. No nos dejan ganarnos la vida y apelamos a que sea lo que dios quiera.

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