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Concejo de Bildeo | Crónicas del municipio imposible

Diógenes

De nuestro corresponsal, Falcatrúas.

Amable es muy buen paisano, en Bildeo todo el mundo lo estima, pertenece a esa clase de personas que goza del aprecio general, es decir, de aquellos que no lo conocen a fondo, pues resulta ser un rompecojones insoportable para los de casa y todo por una manía suya que sufren quienes viven con él. Es de los que lo guardan todo, eso de "tirar las cosas que ya no sirven" lo pone podre, para él todo tiene su utilidad y justifica su actitud argumentando que no estamos para desperdiciar nada, que una cosa aparentemente sin valor que tiramos a la basura puede que nos sirva algún día, que antes de lo que esperamos vamos a echar de menos aquello que con tanta facilidad despreciamos.

Cuando no le funciona ninguna de estas justificaciones, siempre aplica el oportuno "por si acaso", tres palabras que abarcaban un par de tomos de razonamientos... y llenan de estorbos muchos metros de estantería.

Ya tenía condenada la cocina vieja, donde hubo en tiempos un llar, un fuego en el suelo, con pregancies (cadenas) colgando de una viga para sostener sobre las brasas el pote que correspondieran en ese momento. En aquella antigua cocina, además de la centenaria masera donde se preparaban las hogazas antes de meterlas al horno, había más mierda que en el palo de un gallinero, muebles sacados de alguna contienda, centenares de herramientas de todos los oficios, sueltas y en cajas, cestas de diferentes calibres y pelajes, cañas de pescar, escopetas corroídas, etc.

Como iba metiendo para aquella estancia cada vez más trastos, sin ampliar sus metros cúbicos y cuadrados, llegó un momento en que no se podía entrar; el muy cabezón se empeñaba alguna vez en furar para colarse entre tanto cacharro en busca de cualquier pijada y salía descalabrado porque le caía encima algo mal colgado o embestía contra cualquier chatarra que había ido sembrando a lo largo de los años.

Entre las antiguallas que más reventaban la paciencia de Dora, su mujer, había algunas prendas de vestir que, de viejas y raídas, daban pena y asco a partes iguales, especialmente unos pantalones marrones de pana y una chaqueta de lana de color ambiguo, entre azul chocolate y gato corriendo, que Amable siempre se ponía para andar por casa y cuando salía a estropear algo por la antojana. Los pantalones ya lucían por la culera, la entrepierna, las rodillas y la entrada de los bolsos un muestrario de mahones y lonas que habían ido sustituyendo a la pana rayada y prometían ganarla en longevidad.

La chaqueta de lana no sólo era de punto sino de punto y aparte. La zona del cuello tenía fundidas por el uso las hebras del tejido, transformadas ahora en pasta o resina, según la claridad que hubiera, mostrando gruesas capas de sebo humano amasado con sudor y roña a lo largo de varias generaciones, la cosa venía de herencia; las mangas se desplegaban deshilachadas por los puños, los codos y los sobacos; de los botones no se supo más, en su lugar funcionaban unos cachos de alambre retorcidos en forma de gabitos (ganchos) que cumplían con su cometido. El resto de la prenda era utilizado por los gatos como lugar de escalada y para dejar en depósito buenas camadas de pulgas.

Un día vino de visita la madre de Dora y se llevó la mugrienta chaqueta, rezongando que aquel harapo no estaba para poner, que necesitaba un repaso; Amable ni chistó, con tal de que se la arreglasen... Su mujer no se enteró y como no veía por allí el maldito andrajo era un poco más feliz, ni preguntó, no fuera a ser que su marido simplemente lo hubiera dejado colgado en el pajar.

Al cabo de un mes volvió su suegra con la chaqueta reparada tan primorosamente que Amable no la reconoció y en los primeros instantes la trató de usted; la paciente y habilidosa mujer había rehecho el cuello con lana nueva de un pelaje parecido al original, hizo lo mismo con las mangas y en lugar de alambres lucía unas tarabicas de hueso que encajaban con precisión en los ojales, una vez rebajados, por los que antes pasaba un gato con el rabo alzado.

Dora entró en casa y captó con su intensa mirada estereoscópica (o estereofónica, la que más corra), el postureo de su marido que se miraba y remiraba en el espejo así y asao, extasiado de su propia elegancia, mientras la tejedora oscilaba al borde de las lágrimas.

-¿Ves qué bien ha quedado la chaqueta de tu marido? Sólo me llevó un mes repasarla un poco nada más.

Dora ahogó un sollozo y tomó la dirección del baño para llorar a gusto a moco tendido.

Seguiremos informando.

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