Hace ya diez años de la muerte de Ignacio Iglesias. En aquel momento los principales diarios de este país publicaron la noticia e incluso yo mismo hice una breve nota necrológica para este diario. Luego, el olvido. Pero hoy quiero volver al personaje, para guardar su recuerdo y también porque en estos tiempos de mediocridad y sumisión no está de más releer a este maestro y recordar que el periodismo político también se puede hacer dignamente y con inteligencia.

En una breve autobiografía que sirvió de prólogo a su libro Experiencias de la revolución, Ignacio Iglesias resumió su vida. Nació en Mieres, en 1912, en el seno de una familia militante formada por un picador minero y una costurera, para pasar pronto a la Cuenca del Nalón. Uno de sus tíos fue Nemesio Suárez, quien figura en la relación de fundadores de la Federación Socialista Asturiana; otro, Benjamín Escobar, asimismo fundador del Partido Comunista en Asturias y enseguida inclinado hacia el trotskismo como el mismo Iglesias. Un hombre interesante, al que otro día le dedicaremos una de estas páginas, porque también merece la pena. Benjamín y Marcelino, el padre de Ignacio eran hermanastros y participaron en la creación del Sindicato Único de Mineros compartiendo después cárcel y persecuciones.

Ignacio Iglesias quiso ser ingeniero y en casa hicieron el esfuerzo de pagarle los estudios en Gijón, primero de bachillerato y, en cuanto pudo, los de Perito Mecánico y Técnico Industrial, pero la política desvió su carrera por otro camino. A finales de 1930 ya había organizado junto a un amigo la Juventud Comunista en Sama de Langreo, de la que no tardó en ser expulsado por su postura crítica con lo que estaba sucediendo en la URSS. Entonces contactó con Andréu Nin e ingresó en el grupo que se convertiría en Izquierda Comunista, empezando sus colaboraciones en la revista Comunismo.

Al estallar la insurrección de Asturias fue miembro del Comité local de la Alianza Obrera y tras la derrota proletaria logró escapar primero a Madrid y desde allí a Barcelona, donde Nin lo quiso a su lado participando en la formación del POUM.

En abril de 1936 regresó a Langreo y aquí estaba al inicio de la guerra civil. Formó parte de aquella columna minera, que intentó llegar hasta Madrid engañada por el coronel Aranda en los primeros momentos del alzamiento y tuvo que regresar precipitadamente tras conocer que Oviedo también se había sublevado.

Volvió a ocupar el mismo puesto que había desempeñado en octubre de 1934 hasta la caída de Asturias, siempre en roce con los estalinistas y huyó como la mayor de los dirigentes del bando republicano, aunque en su caso para incorporarse a la lucha donde aún se mantenía la resistencia. Pudo llegar a Bilbao y en enero de 1937, tras un primer intento fallido embarcó en Cantabria rumbo al puerto francés de Bayona.

Pocos días más tarde se incorporaba en Barcelona a la redacción de La Batalla. Allí vivió en carne propia la persecución que sufrió el POUM como consecuencia de los hechos de mayo y la desaparición de Andréu Nin, pero pudo salvarse de la prisión y seguir un tiempo la publicación de forma clandestina gracias a una identidad falsa, que le facilitó en nombre del Consejo de Asturias el diputado socialista Amador Fernández, viejo amigo de su padre.

Como otros compañeros de la izquierda revolucionaria buscó la ayuda de los dirigentes de la CNT y en el verano de 1938 se incorporó en la 119 brigada mixta a un batallón que se hallaba al mando de Avelino Roces, un joven minero langreano, que había militado en el Sindicato Único de Mineros y al conocer su situación lo ayudó a escapar de los comisarios comunistas facilitando su ingreso en la Escuela de Guerra con el nombre falso de Ignacio Andrés Ignacio Suárez.

Ya en el exilio, pudo huir del campo de concentración de Argelès Sur Mer, con el apoyo de los trotskistas franceses y ocultarse en un albergue para refugiados establecido cerca de la frontera suiza. Allí conoció a la que siete años después sería su esposa, con la que tuvo dos hijos, José Luís y Anne-Marie, pero de nuevo la denuncia de un comunista español, también exiliado, lo devolvió al campo de Argelès.

Cuando salió, en enero de 1940, logró contactar con sus camaradas de Toulouse y en noviembre de 1941 fue juzgado junto a una quincena de acusados de pertenecer a POUM ante un tribunal militar. Su condena incluyó 12 años de trabajos forzados en el presidio de Eysses, degradación cívica y diez años de prohibición de residencia en Francia.

Con la invasión alemana pasó al campo de concentración de Dachau, cerca de Munich y al comando de Allach, un pequeño campo de trabajo con unos 8.000 internos, de donde fue liberado el 30 de abril de 1945 por una unidad del ejército norteamericano, integrada en su mayor parte por chicanos.

Carlos Semprún, que fue amigo de Iglesias, contó tras la muerte de este una anécdota que resume la persecución de que fue objeto durante toda por los estalinistas. Ocurrió cuando lo entrevistaba a principios de los años 80 para una cadena de radio francesa: Ignacio Iglesias acababa de manifestar ante el micrófono que él, que siempre fue ateo, se sorprendió rezando para que fueran las tropas aliadas y no las soviéticas las que llegaran las primeras y el ingeniero del sonido, emocionado, se olvidó las normas radiofónicas que les imponen no intervenir y, nervioso, le preguntó: "¿Y qué pasó? ¿Quiénes llegaron primero?". Iglesias sonrió y dijo: "Si hubieran sido los soviéticos no estaría aquí para contarlo".

En París formó parte de la nueva dirección del POUM, con unos pocos centenares de militantes repartidos por el exilio y España y volvió a colaborar en La Batalla trabajando a la vez en un organismo norteamericano de ayuda a los refugiados, traduciendo libros y escribiendo en diarios franceses.

Por último, en enero de 1953 se incorporó al Congreso por la Libertad de la Cultura, para ocuparse de la secretaría de redacción de Cuadernos, Mundo Nuevo y Aportes y en junio de ese año se apartó del POUM, aunque siguió manteniendo la amistad con los antiguos compañeros que conocían su posición política. Él consideraba que la URSS se había convertido en capitalismo de estado y la burocracia en una nueva clase social dominante, explotadora y poseedora y por lo tanto también había que combatirla.

En plena guerra fría, esta organización internacional en la que colaboraban numerosos intelectuales fue acusada de estar controlada por la CIA y de haber aceptado su financiación, disimulada con la ayuda de una fundación de Nueva York para alguno de los actos que organizaban.

El partido comunista enseguida sacó una conclusión de la que volvió a hacerse eco el diario derechista El Mundo en su necrológica el lunes 7 de noviembre de 2005: "Durante la Guerra Fría, Iglesias pasó del antiestalinismo al proamericanismo". Pero la verdad es que Iglesias siempre mantuvo que tanto él como otros colegas, antiguos comunistas o anarcosindicalistas, acogieron esa historia con tranquilidad: "Siempre consideré y considero que más que servirse de nosotros, fuimos nosotros los que nos servimos del Congreso porque nos dio la posibilidad de luchar contra el estalinismo merced a unas publicaciones que tenían miles de lectores"

En 1972 -aprovechando que los antiguos deportados podían solicitar su jubilación al cumplir los 60 años-, se retiró para vivir modestamente.

También lo contó Semprún: "Vivía en unos suburbios "verdes", a los que resultaba complicado llegar en autobús, yo iba en coche pero siempre me perdía. Durante mi última visita recuerdo que su mujer estaba frenética, porque una vez más, en un artículo reciente, se aludía al "POUM trotskista". "¡Si no éramos trotskistas! ¿Hasta cuándo lo van a repetir?".

La firma de Ignacio Iglesias figura en innumerables artículos de revistas tan conocidas como España Libre; Revista de Occidente, Cambio 16, Historia y Vida o Índice y sus libros sobre Trotsky están en las bibliotecas de decenas de universidades por todo el mundo, pero él nunca tendrá el reconocimiento que se merece en su tierra. Inconvenientes de la heterodoxia.