La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

De lo nuestro | Historias heterodoxas

¡Ay de los vencidos!

Los batallones disciplinarios llegaron a encuadrar tras la Guerra Civil a 50.000 prisioneros, una mano de obra con características de esclavitud

¡Ay de los vencidos!

Dicen los optimistas, que no hay nada que sea absolutamente malo, y si uno se empeña, incluso de los peores momentos puede sacarse algo positivo. Yo no estoy de acuerdo con esta afirmación y me parece que hay mucho de cinismo cuando se intentan justificar las enfermedades o incluso la muerte con la pretensión de ellas nos enseñan a ser mejores. Les aseguro que me gustaría haberme ahorrado ese aprendizaje cuando he sufrido de cerca estas desgracias, pero tenía que empezar así esta página para contarles que suele admitirse que las dos guerras mundiales sí tuvieron un efecto secundario beneficioso, ya que ayudaron a la incorporación de la mujer al trabajo.

Es verdad que muchas tuvieron que reemplazar a los hombres que estaban en el frente, ocupando sus puestos en talleres de todo tipo, granjas o establecimientos sanitarios, por ejemplo, pero lo cierto es que en algunos casos, como ocurrió con las fábricas de municiones, fueron obligadas a trabajar en condiciones penosas, con horarios demenciales y rodeadas de humos y productos tóxicos. Aunque lo que cuenta es que en otras industrias acabaron quedándose para siempre junto a sus compañeros masculinos, o los sustituyeron definitivamente.

España, ya lo saben, es diferente, y en nuestra Guerra Civil no se dio esta circunstancia. Tanto en un bando como en el otro, imperó el machismo: la Sección Femenina se encargó de enseñar a las niñas su papel como futuras amas de casa y madres amantísimas e incluso las milicianas que se habían incorporado al combate junto a los anarquistas y la izquierda revolucionaria fueron obligadas a volver a su papel secundario cuando la ortodoxia comunista tomó el mando en los frentes.

Además, cuando hizo falta aumentar la producción, se recurrió a los hombres más jóvenes en vez de a las mujeres y las dos jefaturas coincidieron en tomar esa decisión casi al mismo tiempo. El franquismo ordenó en marzo de 1938 la militarización de industrias dedicadas a la fabricación de material de guerra y de las minas, y la República decretó la movilización de los jóvenes trabajadores el 23 de abril de 1938.

Ese día fue sábado y el Consejo de ministros se reunió bajo la presidencia del doctor Negrín para tomar unas decisiones que ayudasen a reconducir la situación que ya anunciaba una derrota inevitable. Después de cinco horas a puerta cerrada, el ministro de Agricultura se dirigió a la prensa para hacer el resumen de lo tratado: primero, como era habitual, dio lectura a la confirmación de varias penas de muerte dictadas por los Tribunales Militares y Especiales de Guardia, por abandono de puesto, insulto de obra a superior, alta traición, espionaje y deserción, y a continuación se hicieron públicos varios decretos militarizando algunas zonas fronterizas, reorganizando la defensa de costas, la defensa antiaérea y la defensa pasiva.

Para el final se dejó lo más importante: el Gobierno llamaba a todos los varones pertenecientes a los reemplazos de 1926, 1925, 1924, 1923 y 1922 que fuesen arquitectos, aparejadores, encargados, maestros de obras, encofradores, carpinteros, albañiles o tuviesen otros oficios considerados de interés público a presentarse en el Centro de Reclutamiento, Instrucción y Movilización más próximo para ser destinados a unidades combatientes en las mismas condiciones que los individuos de sus mismas edades, militarizando de esta forma las labores necesarias tanto para las propias infraestructuras bélicas como para la reconstrucción de los edificios y obras de todo tipo que estaban siendo destruidas por los bombardeos.

En el caso de los sublevados, sin embargo, la intención apuntaba a la construcción del Nuevo Estado, y se buscaba volver a poner en funcionamiento los sectores estratégicos con la seguridad de que los territorios conquistados ya no iban a volver a perderse.

En junio de 1937 ya se había publicado en Burgos -la capital provisional de los golpistas- un decreto para militarizar a los prisioneros en Batallones de Trabajadores, uniformándolos para que de esa manera quedasen sujetos al Código de Justicia Militar y al Convenio de Ginebra de 27 de junio de 1929, y esta tendencia se mantuvo en 1938 cuando la situación había cambiado, sobre todo en las explotaciones asturianas, donde se calculaba que de los más 25.000 trabajadores del carbón que había al inicio de la contienda, al menos el 10% ya no podría volver a incorporarse por diferentes motivos. El historiador Rubén Vega ha contado en Asturias 847 mineros muertos en acción de guerra, 410 ejecutados tras pasar por consejo de guerra y 368 paseados posteriormente, a los que hubo que sumar los que se fueron para seguir la lucha en otras zonas, los exiliados, los desaparecidos y quienes se tiraron al monte, que en principio fueron muchas decenas.

El 1 de octubre de 1938, otra orden del Ministerio de Justicia dividió a los republicanos detenidos por su grado de responsabilidad en adictos, dudosos y desafectos, ordenando que quienes entre estos últimos se librasen de la última pena, tendrían que cumplir su castigo como reclusos-trabajadores. Para reglamentar bien esta situación, el 28 de septiembre de 1939 se creó el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas con Destacamentos Penales y Batallones de Trabajadores.

Las cifras son elocuentes: durante la guerra funcionaron 104 Campos de Concentración estables, más los que tuvieron un carácter provisional y los centros de evacuación que elevan la cifra hasta cerca de 180, y en aquel 1939 estaban bajo el control de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros 90.000 en los Batallones y 277.103 detenidos en los propios Campos.

Los asturianos conocieron muchos de ellos, pero principalmente los de La Magdalena, en Santander; Miranda de Ebro, en Burgos, Fabero en El Bierzo y Camposancos, en Pontevedra, porque se trataba de alejarlos en lo posible de sus zonas de arraigo, y según este planteamiento, a la inversa, hasta la colonia penitenciaria del Fondón, inaugurada en enero de 1940, fueron traídos muchos presos políticos de otras regiones para trabajar en las minas propiedad de la Sociedad Duro Felguera.

Ya con el Régimen bien asegurado, a finales de 1942 nacieron los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores Penados, en los que llegaron a encuadrarse casi 50.000 hombres. Una mano de obra gratuita, que adquirió características de esclavitud, encargada durante la guerra de excavar trincheras, construir fortificaciones y mantener las carreteras y las vías férreas, y en la paz de recuperar explosivos, reconstruir toda clase de obras y atender a los sectores estratégicos del acero y el carbón.

En la Montaña Central, la militarización de las minas se mantuvo a lo largo de toda la década de los cuarenta y por eso muchos todavía lo recuerdan: los obreros se asimilaron a los soldados; los capataces a Cabos, los jefes de grupo a Sargentos y Brigadas, los ingenieros fueron Alféreces y Tenientes y los jefes principales de minas con un número cercano a los 500 productores tuvieron la consideración de Capitanes, estableciéndose la obligación, exigida "con todo rigor" del saludo militar a los superiores, tanto dentro de la Industria como fuera de ella.

Para fiscalizarlo todo se creó una Comisión Militar de Incorporación y Movilización Industrial, que fue algo así como un Estado Mayor, responsable de aplicar la disciplina, conceder permisos para que los obreros pudiesen trasladarse desde su residencia habitual, autorizar los despidos y aprobar las sanciones, puesto que las faltas cometidas en el trabajo fueron juzgadas con la misma consideración que las de los soldados en filas.

Y para que no faltase de nada, a falta de uniforme, se decidió que todos los militarizados llevasen un brazalete azul purísima con una bomba, que era el emblema del arma de Artillería, bien visible, tanto en el trabajo como en la calle, y además las clases y oficiales, las estrellas o galones dorados correspondientes a su categoría, colocados en un paño negro sobre el pecho.

No hace falta aclarar que quien tuvo esta idea no era minero, porque pueden suponer en qué estado quedaba el azul "purísima" tras una jornada de trabajo. Este detalle nos da pie para comentar de paso la obsesión del nacional-catolicismo por controlarlo todo, vinculando hasta los nombres de los colores con la religión y la política: para que no se lo identificase con la franja de la bandera republicana, el morado pasó a ser morado "nazareno"; el azul se dividió entre el claro "purísima", por el manto de la Virgen y el más oscuro que pasó de ser "mahón", demasiado obrero, a "falange", por las camisas joseantonianas. Hasta el rojo desapareció de todas las prendas y cuando era necesario nombrarlo se le añadía el adjetivo "carlista" o -mejor aún-, se llamaba con preferencia colorado o el encarnado. Pero, ese ya es otro capítulo.

Compartir el artículo

stats