Hace poco alguien me expresaba su convicción de que dentro de unas décadas existirá la máquina del tiempo. "Pero no podremos viajar a través de un tiempo cualquiera, sino sólo por el siglo XXI -me cuenta-. ¡La fotografía digital lo hará posible!". Mi interlocutor estaba convencido de que pronto todos los rincones del mundo habrán sido fotografiados miles de veces. Gracias a la geolocalización y a la abundancia de material en la red, uno podrá ver cómo lucía una esquina determinada el 15 de agosto del 2009, por ejemplo, o el 3 de febrero de 2012. Sólo tendrá que escoger una fecha y viajar al lugar que desee.

Puede que mi interlocutor tenga razón, pero si esos viajes digitales a través del tiempo fueran empleados por los historiadores del futuro, la impresión que tendrían de nuestra época estaría profundamente falseada. Recientemente un amigo divorciado recibió de su ex mujer la copia de todas las fotografías realizadas en común. Al examinarlas se quedó perplejo. Todas irradiaban felicidad: el día de la boda, el nacimiento del primer hijo, los cumpleaños infantiles, las reuniones con amigos, las vacaciones... Ni una sola de sus discusiones quedó inmortalizada, ni los arrebatos de llanto de su esposa, ni las broncas a los niños, ni su despido, ni nada de lo que motivó su doloroso divorcio. ¿Y si su separación había sido un terrible error, después de todo? ¿Y si durante todos aquellos años había sido feliz sin saberlo? En sus manos tenía lo que parecía una prueba: centenares de fotografías pletóricas de sonrisas.

A mi amigo le habría ayudado encontrar en aquella avalancha visual un par de señales negativas, una prueba de que aquella felicidad compartida que veía en la pantalla de su ipad había sido una falsa ilusión. Necesitaba recuperar de algún modo su memoria del dolor.

Afortunadamente para él, hacía años que llevaba un minucioso diario que le permitió reencontrarse con todas las incidencias y decepciones de aquel matrimonio llamado a fracasar. Sus escritos le permitieron volver a confiar en sus recuerdos, pero también le hicieron ver que su memoria estaba escindida: la felicidad había quedado registrada en lo visual, mientras que el dolor se refugiaba en la palabra. Y del mismo modo que la superficie fotográfica había quedado falseada por la ausencia de sufrimiento, se dio cuenta de que sus instantes de felicidad real tampoco habían quedado registrados en su diario, como si jamás hubieran tenido lugar.

¿Será éste, en el fondo, el secreto de la literatura? ¿El de ser el receptáculo privilegiado del dolor? Todos conocemos la memorable frase de Tolstoi: "Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo". Por eso la desdichada historia de Ana Karenina sólo podía encontrar un reflejo adecuado en la palabra.

Dentro de doscientos años, el viajero que se aproxime a nuestro siglo con la máquina digital del tiempo se sentirá tan confundido como mi amigo al vernos a todos tan felices. Si, como auguran algunos, para entonces ya no existe la lectura, viviremos en la apariencia de un mundo sin dolor y ya sólo podremos desahogar nuestras frustraciones en un videojuego.