La política empieza cuando los técnicos, los burócratas y los expertos han hecho su trabajo y alguien tiene que decidir lo que hay que hacer. Y no se hace con soluciones maravillosas, ni con demostraciones de erudición, ni con proclamas de ruptura, sino con las ideas y con las palabras. Con las palabras normales, las del habla de la gente, porque son esas palabra la única manera que tienen las ideas de poner el pie en la calle.

No hay peor fantasía que una sociedad sin política, porque es lo único que puede mantenernos unidos siendo diferentes, es el único poder al alcance de los que no tienen poder. Y la política no la hacemos solo los políticos. Están los lobbies, los grupos de presión, los clanes acampados a la vera del poder, todos aquellos que quieren que su dinero hable más alto que las voces de la gente, pero los protagonistas principales son los partidos. Nosotros somos un partido, un viejo partido. No renunciamos ni a nuestra tradición ideológica ni a nuestra lectura crítica de la realidad. Queremos una organización en la que haya espacio para compartir acuerdos y para mantener desacuerdos.

Pero democratizar el partido no es convertirlo en una asamblea permanente, ni avanzar hacia una organización más débil y un liderazgo más fuerte. Evitar el monopolio del poder en las cúpulas en perjuicio de la participación de las bases no pasa por un partido más plebiscitario que deliberativo, más asambleario que representativo. Queremos no una organización burocratizada, entregada a sus estados mayores, a guardias pretorianas que estén ahí atrincheradas en el poder, no lo queremos, pero tampoco queremos un partido sin rumbo, sin ideas y sin proyecto político, una mera plataforma electoral al servicio de un líder que reclame autonomía o que exija confianza.

Queremos un partido -y tiene que saberlo la gente- tan plenamente democrático como electoralmente participativo, con un proyecto de crecimiento y de equidad, de desarrollo y de bienestar. Cambio, responsabilidad, moderación y un único discurso en toda España son los ingredientes que hicieron del PSOE un partido grande. Y cuando digo un único discurso en toda España, no es una España única, uniforme, monocorde, monolingüe; es un único espacio público compartido, es un único sujeto de derechos y obligaciones políticas, es una única ciudadanía.

Hoy hay en España consolidados 17 espacios electorales muy competitivos y unas élites políticas muy vinculadas a ellos y muy pendientes a las preferencias de los dueños de los votos. Y esa estructura político-territorial no está en la Constitución. Los constituyentes dejaron abierta la Constitución hasta tal punto que ni siquiera dijeron si iban a ser tres, trece, veintitrés o diecisiete las comunidades autónomas. Fue el principio dispositivo el que le permitió ese desarrollo de un Estado federal construido del revés. Un federalismo incompleto, imperfecto, inacabado, desconstitucionalizado para procurar articular la unidad en un país con fortísimas pulsiones identitarias.

Y la gente tiene que saber que lo que hicimos en Granada fue abrir un espacio entre el independentismo disgregador y la ausencia de cualquier plan para minorar esa tensión autodestructiva que existe en el país. Lo que hicimos en Granada fue decidir perfeccionar lo que es un muy imperfecto estado federal, reformando una constitución que no es federal.

Y la gente tiene que saber que los socialistas queremos un Estado federal que promueva la igualdad social, que proteja la diferencia cultural y que impulse la unidad emocional. Queremos uno en el que ninguna diferencia importe si no se convierte en privilegio, en la autonomía del agravio comparativo a ver quién presta mejor servicio, quién capta más inversiones, quién cobra menos impuestos. Un Estado federal en el que una transferencia de nivelación para la prestación de servicios públicos universales no sea considerada un regalo, una ayuda, un subsidio, sino un derecho por pertenecer a una única ciudadanía.

Queremos un Estado que proteja la diversidad, la diferencia, pero siempre recordando que ya Freud nos alertaba del narcisismo de las pequeñas diferencias en la realidad que se engrandecen y se agigantan en los imaginarios.

Ya nos alerta el poeta de que el canto a la diferencia y la exaltación del fragmento es uno de los ejercicios preferidos de los viejos adversarios de las ilusiones colectivas. Y somos nosotros, nosotros, los que llevamos la identidad y la patria en la cabeza y en el corazón, pero no en la entrepierna. Los que sabemos que ni las estanterías ni las identidades ni los vasos de vino hay que llenarlos del todo, que hay que dejar espacio para que pase el aire, que pase el aire entre identidades porosas, compatibles, múltiples, sumadas, ahora duales.

Yo soy asturiano y español y mañana, europeo.

¿Cuándo será mañana en Europa? Esa es la gran incertidumbre. Hoy Europa cumple 60 años y es un extraño animal político, con himno, con bandera, con derecho, con funcionarios, con moneda, pero sin demos, sin ágora, sin espacio público y sin europeos.

Lo cierto es que Europa está parada, que el método Monnet no da más de sí, que no se puede avanzar solo con tratados intergubernamentales, que los estados nacionales ya no pueden tener el protagonismo y que hay peligro de renacionalización. Y tenemos que decir que hay que pasar de la Europa de los Estados a la Europa de los ciudadanos.

No puede haber una unión económica sin unión fiscal y no puede haber una verdadera unión política sin receptores y sin contribuyentes netos.

La gente tiene que saber que estamos construyendo Europa después de la era de Europa y lo que más nos puede unir a los europeos es la conciencia de nuestra fragilidad ante el destino. Es decir, la consciencia de nuestras fragilidades energéticas, demográficas, económicas, políticas o militares tiene que ser el motor para la conciencia europea común.

Edgar Morin tiene una hermosa metáfora en la que habla de una oruga que entra en la crisálida y allí sufre una transformación entre convulsiones. Morin dice que hace 60 años Europa entró arrastrándose como una oruga en esa crisálida y que ahora tiene que tener sus últimas convulsiones para salir volando como una libélula o abortar. Volar significa ir allí a Europa a defender nuestros intereses, pero no nuestros intereses como mineros españoles o camioneros italianos o pescadores irlandeses, sino nuestros intereses como europeos.

Octavio Paz me reñiría si hablara de democracia que vuela, porque él decía que a la democracia nunca hay que ponerle alas, que lo que hay es que echarle raíces. Bien, pues lo que nosotros queremos es que Europa tenga unas profundas raíces en un concepto concreto de ciudadanía. Que ser ciudadano europeo es estar más protegido que ningún otro de los avatares imprevisibles, de los poderes personales, de los odios tribales y nacionales y hasta del puro azar. Ser ciudadano europeo es pensar más en la integración que en la asimilación cultural; pensar más en la calidad de vida que en la acumulación de riquezas; pensar más en los derechos humanos que en los derechos de propiedad, y más en la cooperación multilateral que en la hegemonía global.

Venimos de dos tradiciones: la internacionalista obrera y la universalista ilustrada. Y por ello somos el partido que simboliza el ascensor social, el acceso universal a la plena ciudadanía, porque fuimos nosotros los que llevamos a los laboratorios y a las fábricas, a las calles y a las aulas el sueño ilustrado de una España moderna y por eso nunca vamos a renegar del proyecto emancipatorio de la modernidad del que provenimos, pero sí que tenemos que ser críticos con ella. Y ser críticos significa ponerle límites cívicos al individualismo exacerbado, límites ecológicos al desarrollismo autodestructivo. Ser críticos significa recuperar la memoria que la modernidad olvidó, la de la obligación social frente al individualismo o la de la responsabilidad frente al nihilismo, la del deber cívico frente a la desafección. Porque la gente tiene que saber que la paradoja de la libertad consiste en que no está hecha solo de derechos, sino también de obligaciones y más paradoja todavía es que hoy el individualismo exacerbado esté combatiendo a la libertad en nombre de la libertad misma.

Solo la socialdemocracia teñida de republicanismo cívico puede reclamar a los ciudadanos una mirada política que apunte al bien público y no solo al interés privado. Y solo nosotros podemos afrontar esta cruzada que ahora existe contra lo público, lo colectivo, lo común y lo social.

Tenemos que decirle a la gente que no se puede pedir una cosa y su contraria, que la sociedad nos proteja y nosotros nos desentendamos de ella. Es la única manera de afrontar este camino en el que se nos empuja hacia el fin por fuerzas despersonalizadas, que proceden de la globalización, de la tecnología o de la burocracia, en un mundo sin rumbo, sin esperanza y sin política.

Durante siglos, los seres humanos estuvieron interiorizando una poderosa idea: todos somos iguales. Y ahora tenemos que transmitir con más fuerza todavía otra: y las mujeres también.