Ahora que aflora el vértigo en los rostros de los protagonistas de la asonada nacionalista.

Ahora que pueden apreciarse, con toda crudeza, los letales efectos que años y años de adoctrinamiento nacionalista han provocado en una sociedad europea, culta y avanzada como la catalana.

Ahora que son muchos los aprendices de brujo que asisten incrédulos a la impotencia de un Estado que decidió, conscientemente, difuminar su presencia en una parte de su territorio.

Ahora que parece un lugar común reclamar, como mínimo, respeto en las aulas para los valores constitucionales y los símbolos comunes, para no convertirlas en la más preciada herramienta del odio y el sectarismo.

Ahora, conviene hablarnos a nosotros mismos y decirnos algunas cosas básicas.

En primer lugar que la llamada "crisis de Cataluña" no es ninguna revolución de las sonrisas, ninguna movilización a mayor gloria de soñadores del empoderamiento ciudadano, es un verdadero golpe de Estado. El día que Carmen Forcadell saltándose toda norma y las advertencias del TC, haciendo añicos el Estatut y pisoteando los derechos de la oposición, anunció que Cataluña abandonaba la legalidad constitucional para inaugurar una nueva legalidad propia y diferenciada, ese día, no hacía sino poner carne y hueso a la definición de golpe de Estado acuñada por Hans Kelsen ya en los años veinte del siglo pasado. Que haya sido perpetrado desde la comodidad del poder no le cambia su naturaleza, solo le añade mezquindad. Por tanto, conviene recordar cuál fue la herramienta de la que se valió la sociedad española para superar con éxito el anterior golpe de Estado de nuestra vigente etapa constitucional, el 23-F, y no fue sino la firmeza democrática, la unidad de todos los demócratas para afirmar los valores constitucionales y restaurarlos, sin complejos, frente a los golpistas.

Y no, no se trata solo de un golpe a España, es un golpe al proyecto europeo. Como bien advertía el periódico francés Liberation, nada sospechoso de derechista, el pasado día 21 de septiembre: "El futuro de Europa se juega, nuevamente, en Cataluña". Después de la crisis del euro, la guerra de Ucrania, las derivas de Hungría y Polonia, aún más después de los éxitos de partidos xenófobos en Francia, Holanda, Austria y recientemente Alemania, esta es otra crisis que pone en grave riesgo la existencia del proyecto de progreso y seguridad que representa Europa. Es más, yo diría que Cataluña es otra estación más de ésta inconclusa batalla entre populismo y libertad, entre sociedades abiertas y sociedades excluyentes que libramos desde hace tiempo. No olvidemos que en España uno de los rostros más visibles del populismo, desde luego no el único, es el nacionalismo.

No hablo sólo de puros argumentos jurídico-políticos sin mayor transcendencia en nuestra vida diaria. ¿Cuántas falacias nacionalistas más deben ser abatidas para que algunos abran los ojos? Cuando se suponía que para Cataluña desprenderse de España era una gran operación económica, basada en disponer de los recursos fiscales que se les van en sostener a un Sur pedigüeño, van sus campeones empresariales y abandonan a la carrera esta Cataluña de la secesión, buscando la protección y el amparo que ofrece la seguridad jurídica de pertenecer a un mercado único. Algo absolutamente esperable para cualquiera que conozca mínimamente cómo funciona la economía de hoy, la de la globalización y los mercados abiertos. Sin duda el camino al empobrecimiento de Cataluña está servido.

Pero si alguien cree que esto no afectará al conjunto de los españoles se equivoca. Un país es también un espacio de solidaridad, un complejo entramado de aportaciones y entregas cruzadas que en España, con el esfuerzo de muchas generaciones, ha permitido construir un nada despreciable sistema de servicios públicos que entre todos sostenemos.

Ese principio de solidaridad, garantizado en el artículo 138 de nuestra Constitución, que habla de que las diferencias entre Comunidades no podrán implicar en ningún caso privilegios económicos y sociales, es el que permite negociar un sistema de servicios públicos basado en las necesidades de las personas independientemente de donde vivan, y no en la riqueza de cada territorio, que al final no deja de ser la riqueza de quienes lo habitan. Y no nos engañemos, ese principio de solidaridad es el primero que los secesionistas pretenden hacer saltar por el aire.

En este punto me gustaría interpelar a los dirigentes asturianos de las fuerzas políticas autotituladas de izquierdas, esos que son hoy el principal sostén de los viejos nacionalismos y se muestran proclives a reconocer el derecho a decidir de unos pocos, sin ambigüedades, el derecho de autodeterminación de los territorios de España. Me gustaría que le explicasen a los jubilados y prejubilados asturianos, a los enfermos crónicos, a los estudiantes, a los parados, como piensan financiar sus pensiones, su sanidad, sus becas, su desempleo, una vez consumado el golpe de Cataluña y los que sin duda le seguirían.

Esta izquierda que en algún recodo del camino cambió el principio de igualdad por el de identidad, debe explicar a los asturianos como piensan pagar los algo más 1.600 millones de euros, el 40% de nuestro presupuesto regional, que cuesta la sanidad pública asturiana. Cómo van a hacer frente, cuando se fracture definitivamente la caja única de la seguridad social, al agujero de 2.619 millones, equivalente al 62% de nuestro presupuesto, que se genera anualmente al no cubrir nuestras cotizaciones nada más que el 42% de nuestro gasto en pensiones. En definitiva, deben explicar a todos los asturianos su apoyo a esta revolución de los ricos, Cataluña representa hoy el 19% del PIB español, sólo Madrid está a su altura.

Desde la atalaya del Congreso llevo mucho tiempo, demasiado, escuchando violentas palabras de exclusión y diferencia. A nacionalistas sectarios y a epígonos de Laclau construyendo con un lenguaje guerracivilista una realidad paralela que para nada se corresponde con nuestro país. Su victoria es la fractura social y la polarización que ya se ha empezado a producir en la sociedad catalana. Fractura que amenaza familias, amistades y grupos humanos de todo tipo, que rompe esa imperceptible red de relaciones humanas que es nuestra vida. Y que causa dolor, mucho dolor. Nunca creí verlo tan cerca, pero a esos amigos y compañeros catalanes a los que quieren separar de sus padres y amigos, que sienten cómo algunos pretenden convertirlos a ellos y sus hijos en extranjeros en su tierra, a los que en definitiva pretenden arrebatarles su país; sólo decirles, que no duden, ganaremos esta batalla y saldremos de este trance más fuertes como sociedad y como país.

Porque un país no son sus fronteras. España no es solo lo que queda al sur de Francia y al Norte de Marruecos, y eso que, en la Península Ibérica, no se llama Portugal. Porque un país es una valla fronteriza, pero también una red de carreteras. Un país es una aduana, pero también un código civil. Un país es un idioma y una escuela de idiomas. Es un himno y un concierto de rock. Un país es un plato nacional, y un restaurante chino, y kebabs para llevar. Un país es una bandera y una tienda de moda. Un ejército armado y una fiesta popular. Un país es un pasaporte, pero también un aeropuerto. La autoridad y la verbena del barrio. Es una carta de Hacienda y un christmas de Navidad. La ley y la emoción. Un semáforo y un parque infantil. Es un texto sagrado, una biblioteca pública, un libro de Amazon. Una curva económica y un aguinaldo. Una balanza comercial y una casería, y un chigre y la compra por eBay. Un bando municipal y The New York Times.

Un país es un compendio de bordes y barreras, de burocracia, de normas y de autoridad, de estadísticas, obligaciones, deberes. Pero también es un pueblo de afectos, un espacio de libertad, y de comunicación, de amistad, de solidaridad que permite superar las limitaciones y tragedias individuales. Un país es la reforma antes que la fractura, la palabra antes que el golpe, un hasta mañana mejor que un adiós. El llanto en compañía y los chistes en compañía. El perdón sobre el rencor. Una Historia y millones de historias. Un país es una vivencia compartida, la vida compartida: vivir juntos. Eso es mi país, España, el suyo, el nuestro.