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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Aparta de mí este cáliz

Alegato en favor de la eutanasia como un acto de piedad para evitar el sufrimiento en el tránsito de la vida a la muerte

La muerte, que como los sueños forma parte de la vida y es por ello algo cotidiano, está siempre en el candelero y, con frecuencia, en el candelabro de miles de brazos cuando sale a la luz una historia tremebunda de personas condenadas a padecer toda una tortura de sufrimientos por causa de los remilgos y escrúpulos de conciencia de quienes tendrían que poner fin a esos dolores ineluctables con el único remedio posible como es la provocación de su óbito. Tiene que ser terrible para esas madres y padres, a quienes se les obliga a presenciar la agonía o lucha inútil de una hija, de un hijo o, al revés; y también igual de pavoroso es ser testigo del combate feroz de cualquier familiar o amiga y amigo, convertidos en un corazón latiendo bravamente hasta la extenuación para no pararse, sabiendo que ese esfuerzo de titán es del todo inane.

Los detractores de la eutanasia y de la prestación de ayuda a quien decide irse y dejar de vivir, por las razones que no tiene por qué explicar, proporcionándole los medios indoloros para cumplir su voluntad de sumirse en el sueño eterno, y los que se oponen a la suspensión terapéutica que mantiene penosamente a un enfermo en la terminal de su vida arguyen en contra de tales prácticas la posibilidad de abrirles de par en par las puertas a desmanes y macabradas como, al modo y manera de antaño cuando las infusiones eran un recurso muy habitual para dormir "in aeternum" a un rival en cuestiones de amoríos o al que representaba un obstáculo para sentarse en un trono, darle uno de esos fervinchos de hierbas letales a la abuela casi centenaria, latosa y demenciada que no para de preguntar si terminó ya la guerra y tiene carta de Jean Pierre Batou, un brigadista francés, más guapo que el rubio Febo y el moreno Adonis juntos y más alegre que el cielo de París en primavera, y que un día salió a la calle desnuda, pero calzada con un zapato marrón y una sandalia blanca y una pantalla de lamparita encasquetada en la cabeza, aunque no llegó a salir del portal, porque una vecina que entraba la convenció para que volviera a casa.

Sin embargo esos miedos a que se realicen acciones execrables de quitar del medio a las personas porque estorban son historietas de pésimo gusto y malvada intención de los terroristas verbales que tienen un temor cerval a todo lo desconocido, que los hace imaginar cuentos del género más negro y la palabra eutanasia les suena a bruja demoníaca, cuando es un acto de piedad que impide que el tránsito de la vida a la muerte sea angustioso y suceda, en cambio, pacífico, plácido, sin ninguna violencia. Antes las mujeres alumbraban dando alaridos de dolor, cumpliéndose, según los sádicos, la maldición del Génesis, el primer libro del Antiguo Testamento, caída sobre Eva y descendientes. Pero, poco a poco, a las parturientas les fueron suministrando paliativos que aminoraban cada vez más los sufrimientos del parto hasta llegar a alumbrar anestesiadas y sin un ¡ay! a sus criaturas. Así que, si el nacimiento ya no produce padecimientos al bebé ni a la madre, tampoco la muerte tiene que seguir siendo un tránsito tormentoso con estertores y jadeos, buscando el aire que no llega ya a los pulmones.

Hay muy buenos católicos a machamartillo, pero que son muy poco cristianos, pues aseguran con gesto de condolencia que debemos imitar la muerte de Jesús, que vino a darnos ejemplo de conducta y a enseñarnos a morir como él murió; y todo eso es en parte verdad, pero precisa matices muy sustanciales, puesto que Yheshúa de Nazaret, poco antes de que lo apresaran en el huerto de Getsemaní, al otro lado del Cedrón, un aprendiz de río, pero que podía convertirse en torrentera, aquel anochecer del mes de nisan, en primavera, les confesó a los amigos que lo acompañaban que sentía temor, angustia y estaba triste y luego pronunció unas palabras que muchos juzgan misteriosas, aunque para otros tengan un significado claro, sin necesidad de entrar en cábalas y disquisiciones. "Padre -dijo- todo te es posible; aleja de mí este cáliz". Pedía que lo liberara del amargo y atroz trago que tendría que beber y que era la pasión y todos los padecimientos que lo aguardaban antes de morir. Y cuando estaba crucificado dio un grito estremecedor, preguntándole a su padre el porqué de que lo hubiera abandonado, dejándolo solo con sus heridas, su dolor y su honda pena.

Muchos que se dan el nombre de paleocristianos y de bagaudas que no van a misa, porque Jesús no pisaba los templos, que no se casan por la Iglesia, porque Jesús fue a una boda no a oficiar como rabino para unir en matrimonio a los novios, sino a dar vino; ni bautizan a sus criaturas cuando nacen, porque su maestro fue bautizado por su primo Juan, pero él no bautizó a nadie, creen con firmeza que con su final pavoroso quiso enseñar a su gente cómo no debe morir y también que tiene derecho a expirar sosegadamente en una cama, sin llevar a cuestas una cruz ni soportar ningún calvario de padecimientos ni bebiendo a sorbos el cáliz de una prolongada agonía, sin luchas estériles para no abandonar esta vida ni hacerlo en medio de angores. Y están seguros de que su maestro quiso enseñarles a ellos y a todas las personas que él fue inmolado para que la totalidad de mujeres y hombres de toda edad murieran con la placidez de niñas y niños que se duermen muy cansadas y rendidos, pero felices, y tienen un sueño tan maravilloso que no se despiertan jamás; y que la muerte no es un fracaso porque la vida sigue y los difuntos que son amados continúan vivos en la memoria de quienes los recuerdan.

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