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Xuan Xosé Sánchez Vicente

Problemas del futuro

Todos, más o menos, somos conscientes de los problemas actuales o de los que se vislumbra que van a hacerse presentes en un futuro más o menos inmediato: paro, deuda, pensiones, productividad y competitividad, globalización de la economía, etc. Pero no se suele prestar tanta atención a aquellos otros que parecen amenazarnos en un futuro no tan inmediato, aunque no muy lejano.

He aquí uno de ellos, aparecido en la prensa estos días: "La cuarta revolución industrial eliminará 7 millones de empleos hasta 2020". El término de "cuarta revolución" se refiere a la progresiva sustitución de la mano de obra humana por avances en la robotización, la inteligencia artificial, la nanotecnología y otras técnicas nuevas. Quienes advierten de ello aseguran que, por otro lado, se crearán unos dos millones de empleos en esas nuevas actividades. Aceptémoslo. Es más, supongamos, como pura hipótesis, que se conmutan por otros tantos. Uno de los aspectos del problema subsiste: en general, muchos de los trabajos que en el futuro se reemplazarán por robots están hoy ocupados por ciudadanos con una no muy amplia formación, por lo que les será muy difícil en el futuro estar capacitados para esas nuevas técnicas, por formación, edad u otras razones.

El problema, pues, que ya existe hoy en muchos ámbitos de la actividad económica, es que, al margen del número de puestos de trabajo, nos vamos a enfrentar con una ancha franja de población, progresivamente más amplia, para la que desaparecen los empleos de baja capacitación y para la que le es difícil o imposible trabajar en los de alta preparación tecnológica. ¿Cómo afrontar eso desde tres elementales premisas democráticas? La primera, que debería ser una obligación moral de las sociedades modernas y democráticas el no tener marginados económicos. La segunda, que para muchos ciudadanos el tener un trabajo con el que ganar el pan constituye un elemento sustancial de su autoestima y dignidad. La tercera, que, por principio, a nadie debería dársele nada gratis a cambio de nada, es decir, si no trabaja; y, créanme, hay muchos individuos dispuestos a pasar su vida en un continuo "dolce far niente".

Otro importantísimo problema viene también del ámbito de las innovaciones tecnológicas y científicas, pero ahora no limitado al ámbito de la ocupación activa. El mes pasado publicaba LA NUEVA ESPAÑA una entrevista con José Luis Cordeiro, un académico de la Singularity University de Silicon Valley. Sus afirmaciones aseguraban un mundo casi perfecto (parecido al país de Jauja) en un breve plazo, de 20 o 30 años. Así, mantenía que aprenderíamos idiomas con solo ponernos un chip (por cierto, he ahí más puestos de trabajo perdidos, los de los profesores de lenguas; asimismo, un descanso para el Paracleto); que "el trabajo no existirá y podremos hacer lo que nos dé la gana"; o que "el envejecimiento se curará en 20 o 30 años. Yo no pienso morir".

Supongamos que algunas de esas predicciones son posibles y se cumplen. He ahí un terrible problema social: es evidente que, al menos durante mucho tiempo, si no siempre, esos avances no estarán al alcance de todos y, que, desde luego, la sanidad universal y gratuita no podrá costearlos. Se abrirá, pues, una terrible brecha, mucho más difícil de soportar que la de la riqueza: la que existirá entre quienes pueden pagar para sí o para sus familiares la cura de enfermedades mortales, la prolongación de la vida o la selección de los caracteres de los hijos y entre quienes no pueden hacerlo.

En cualquier caso, esas diferencias sustanciales entre la vida y la muerte o entre la salud y la enfermedad constituirán una fuente de sentimiento de injusticia y de rencor. Y eso dentro del primer mundo, de los países más ricos, que en los demás las diferencias serán mayores, aunque el conocimiento de ellas igual.

Como vemos, en ambos casos -las innovaciones técnicas de trabajo, las nuevas técnicas de salud- los problemas surgirán paradójicamente del "progreso", de conocimientos científicos y técnicos que, en parte, vendrán a ayudar a los seres humanos en su trabajo y en su salud pero que, por su costo o dificultad de manejo, previsiblemente no podrán beneficiar al conjunto de la sociedad (y hablamos únicamente, reitero, de las sociedades ricas).

El impacto social que estas novedades traerán consigo -de un lado, una parte de la población incapacitada por su formación para acceder a los nuevos puestos de trabajo y, al tiempo, viendo desaparecer aquellos para los que sí estaba capacitada; de otro, avances médicos de que no todos podrán disfrutar- exigirán políticas que palíen, al menos en parte, ese abismo entre una fracción de la sociedad y otra y templen sus inevitables conflictos.

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