Poco a poco, sin prisa pero sin pausa, la temporada de Ópera de Oviedo, la segunda en antigüedad de España, va saldando asignaturas pendientes, embarazosas y vergonzantes ausencias del repertorio, que enclavan el ciclo entre los proyectos culturales de mayor ambición del Principado situando al Campoamor junto a los teatros líricos de referencia y ambición europea. Por fin el inmenso repertorio operístico del siglo XX va asentándose contando, además, con la complicidad de un público maduro que, antes que nada, exige calidad global en los espectáculos y no visiones empequeñecidas y míseras de las grandes obras del repertorio operístico.

Había mucha expectación lírica, pero también de otro calado, ante el estreno en la ciudad de «Dialogues des Carmélites», uno de los títulos más fascinantes de la ópera francesa, obra de factura irreprochable, de canto hermoso y sereno -«mis monjitas tienen que cantar música tonal», señalaba Poulenc para defender su creación-, de nobleza casi mística que alcanza su paroxismo con un cierre categórico que en su cruda y dramática sencillez adquiere un grado de espiritualidad sobrecogedor. Francis Poulenc no lo tuvo fácil para asentar el título en su estreno en los años cincuenta por su forma de componer «a la antigua». Sin embargo, el compositor francés estaba plenamente seguro de cómo quería contar la historia que bebe en la obra homónima de Bernanos, además de en otras fuentes. Acertó de lleno y, además, medio siglo después del estreno de la misma ha encontrado en la figura del director de escena Robert Carsen uno de los mejores transcriptores que podía esperar.

En un mundo tan convulso y rico como el de la dirección de escena actual no es fácil hallar aproximaciones a una obra determinada que sirvan al espíritu original de la misma con precisión absoluta y lo hagan, a la vez, desde una dramaturgia radicalmente contemporánea como ésta que el director de escena canadiense realiza de la ópera de Poulenc. La producción, originaria de la Nederlandse Opera de Ámsterdam, se ha representado en los principales teatros de élite -entre ellos la Scala de Milán- y ha obtenido numerosos reconocimientos, como el de la crítica española en los Premios Líricos Teatro Campoamor el año pasado. Lógico. Carsen lleva la depuración carmelitana a niveles ascéticos. Desborda y emociona su capacidad para recrear las diferentes atmósferas desde el detalle y la sencillez, con una escenografía desnuda firmada por Michael Levine. La pauta dramática se enfoca en un crescendo imperceptible dirigido al esplendente final, y ni un solo movimiento escénico es gratuito, con lo cual todo debe funcionar, y funcionó en el estreno, con precisión milimétrica. La desnudez escénica tiene efecto arrebatador gracias a una iluminación espectacular diseñada por Jean Kalman en la que el juego de las sombras y el claroscuro de ineludible rastro pictórico, sirven de marco a la trama narrativa. Y todo ello, con la habitual inteligencia e instinto dramático de Carsen, orientado a la cúspide que cierra la obra, en la que la coreografía de trazo revelado de Philippe Giraudau lleva a las monjas al martirio con una sobriedad descarnada y desnuda, sin artificios ni efectismos. Cada escena se encadena, de inicio a fin, con fluidez y el manejo de la muchedumbre enfurecida acongoja y engrandece el drama de las carmelitas provocando en el espectador una emoción turbadora. De hecho, el silencio con el que se siguió la representación fue total, casi inaudito para lo habitual en los estrenos. Evidentemente estamos ante emociones intelectualizadas que requieren complicidad y capacidad cognitiva para entender el proceso creativo que se está contemplando porque las obras de arte exhortan actitud abierta para su plena comprensión y la ópera no es en esto diferente a otras disciplinas. Haciendo un paralelismo literario, no es lo mismo una novela de Barbara Cartland que una de Cervantes o Joyce. Todo ello es literatura, claro está, pero cada uno ocupa un lugar determinado en la historia de la cultura.

Desde el foso también se logró, nunca mejor dicho, comunión con el ámbito escénico. Maximiano Valdés es el responsable musical de algunos de los mayores éxitos de la temporada en los últimos años y mantiene su apuesta por repertorio infrecuente en la ciudad. Se agradece este compromiso suyo porque aún pone más en valor los resultados obtenidos. De nuevo sacó buen provecho de su Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias en la búsqueda de ricas sonoridades con un discurso musical denso, pastoso en algunos pasajes, lírico en otros y arrebatado en algunos, al que sólo le faltó puntualmente un poco más de balance en el equilibrio de las voces. Tuvo el maestro chileno una gran noche que el público refrendó de forma entusiasta en su salida al escenario.

Con el soporte musical y escénico a rendimiento alto no se podía fallar en el reparto y no se falló. Impecable la confección del mismo y no es nada fácil. Aquí no se trata de articular un elenco con dos cantantes «de nombre» y otros de relleno. Nada de eso. Si lo que se quiere conseguir es un efecto importante hay que entregarse en cada personaje. Y se hizo. Figuración, coro de la Ópera de Oviedo, las once carmelitas del Intermezzo, y los solistas principales remaron en la misma dirección y el esfuerzo se dejó ver. Primer fogonazo: el esplendente debut de María Bayo como Blanche de La Force. La soprano navarra dejó claro que es un rol que ha incorporado a su repertorio con autoridad. Hemos esperado muchos años para su regreso a la temporada pero ha merecido la pena con esa incorporación tan magnífica del papel. Exhibió belleza tímbrica y dulzura expresiva. Deliciosa. Y Viorica Cortez, su contrapunto, arrebató por su desgarro escénico y vocal. La veterana mezzosoprano de imponente trayectoria, se sumergió con fuego interpretativo en un personaje de la entidad de Madame de Croissy. Vocalmente aún con cosas por decir -la voz mantiene tono en el registro agudo y en el centro- aportó intensidad en la escena clave de la muerte en una recreación de impacto. Dos cantantes norteamericanas de quilates también mostraron su perfecto dominio de sus respectivos personajes. Pamela Armstrong cantó una Madame Lidoine rotunda, de encendido lirismo y Kristine Jepson fue una madre Marie de l'Incarnation de muchos quilates. Hay que destacar a Elena de la Merced, soprano siempre a más o a José Luis Sola, tenor que pide paso y dar un salto hacia roles principales. Perfecto, asimismo, el marqués de La Force de Marc Barrard. Hay que nombrar explícitamente al resto de intérpretes -Mercè Obiol, María José Suárez, Dietmar Kerschbaum, Ángel Rodríguez, Luis Cansino, José Manuel Díaz, Alberto Feria- porque sus aportaciones impecables contribuyeron a convertir el estreno en una hermosa e inolvidable noche de ópera.

No hay duda que la presencia como monja carmelita de Sonsoles Espinosa, esposa del presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, levantó expectación mediática en el mes de ensayos previo al estreno. Acrecentado el asunto con la presencia del presidente, acompañado de sus hijas, en la función inaugural. Su asistencia puso firme a los políticos asturianos en una imagen insólita a las puertas del teatro. También, con esta ola laicista que nos invade, resultaba chocante la asistencia a un título como «Diálogo de Carmelitas» de férrea defensa del catolicismo y muy crítico con las masacres revolucionarias. ¡Ay esa memoria histórica! Imagino que tanto los políticos como los responsables de la Ópera de Oviedo, harían constar al Presidente la precariedad del trabajo lírico en la ciudad. La necesidad de seguir normalizando las ayudas estatales a un nivel digno y también los problemas técnicos que presenta la desfasada infraestructura escénica del Campoamor. Y si no, su esposa habrá sido fiel testigo de las dificultades para acometer el trabajo en un escenario desfasado. La historia lírica de la ciudad y el nivel alcanzado exigen coordinación entre las administraciones para la consecución de una infraestructura lírica adecuada que no deje a Oviedo al margen de los circuitos. Es, a día de hoy, una necesidad cada vez más urgente y la cobardía política en asumirla puede ser letal.