El 5 de octubre de 1934 partidos y sindicatos de izquierdas dan un golpe de Estado -que autocalifican de revolución y así se siguen diciendo mayoritariamente, prueba de que no fracasaron del todo- en toda España, pero sólo prende en Asturias. A los cuatro días, los golpistas se plantean destruir la catedral de Oviedo. Dos días después, cuando las tropas de la República estaban a punto de liberar la capital asturiana y de echarlos, cumplen el objetivo al menos donde más daño podían hacer. De aquella el poeta Rafael Alberti escribió: «que ya en las torres de Oviedo / tiemblan de ver los fusiles».

Efectivamente, en la noche del 11 al 12 de octubre entraron por el fondo sureste de la Catedral, quemaron la sillería del coro -de incalculable valor, apenas recuperada y sólo en parte décadas después-, llenaron la capilla de Santa Leocadia, situada bajo la Cámara Santa, de cajas de dinamita y volaron el conjunto y con él los contenidos más valiosos en el orden histórico-artístico de Asturias y quizá de España y de toda Europa si nos ceñimos a la alta Edad Media, por no hablar del valor espiritual, ya que allí estaba y sigue el Santo Sudario, una de las dos reliquias más importantes de la cristiandad.

En una carta de aquellos días escrita por el deán Arboleya, figura capital del catolicismo progresista de la época, se cuenta que «una de las obras de arte más preciosas, la Caja de las Calcedonias, del año mil, quedó intacta sobre los escombros, mientras ayer descubrimos con la emoción más intensa la Cruz de los Ángeles, a pocos centímetros sobre el suelo de la cripta, bajo varios metros de escombros pesadísimos. Y está muy poco deteriorada. El Arca Santa sale en pedazos lamentables; la Cruz de la Victoria no apareció aún». Todavía podían darse por contentos teniendo en cuenta las dimensiones de la voladura, de ahí que en algunos círculos se llegó a hablar de milagro dentro de la catástrofe.

El obispo de Oviedo, Luis Pérez, que estaba agonizando, aún tuvo la misericordia y la caridad cristiana de escribir una carta pública en la que pedía «¡perdón y piedad para los causantes de tantos males!».

La reacción ante la barbarie fue inmediata. El Gobierno de la República comisionó al catedrático Manuel Gómez-Moreno, director general de Bellas Artes -la figura académica más destacada en Historia del Arte de su tiempo y quizás en todo el siglo XX- para dirigir la rehabilitación. El arquitecto Ferrant inició al poco tareas, más de desescombro que de reconstrucción del templo -la Cámara Santa es en realidad un templo-relicario, adosado al palacio de Alfonso II- y se acometió la recuperación de las reliquias y las joyas dañadas por la voladura.

Las convulsiones de aquellos meses y sobre todo el casi inmediato estallido de la Guerra Civil, con todo lo que supuso de nuevas destrucciones -la catedral de Oviedo, por ejemplo, recibió 160 cañonazos- frenó el proceso. De aquella el poeta Gerardo Diego escribió: «Nunca supe lo que es miedo / soy de Oviedo».

Las obras de reconstrucción propiamente dichas se iniciaron el 29 de septiembre de 1938 y culminaron el 7 de septiembre de 1942.

Buena parte de la historiografía al respecto es realmente curiosa por no decir escandalosa. Por ejemplo, en una publicación sobre el golpe de Estado dirigida por Paco Ignacio Taibo, abundantísima en detalles hasta completar un tomo de cientos de páginas, ni se cita la voladura de la Cámara Santa.

Y en el libro de Ramón Cavanilles sobre la Catedral, al hablar de la restauración de la basílica tras la guerra se dice que «sólo consiguieron reparar la arquitectura; la Catedral, como símbolo y espacio de encuentro del pueblo para alimentar, expresar y festejar su fe, se había perdido y no únicamente por su destrucción material ni por el apartamiento de la vida urbana de su entorno con la formación de la plaza, sino porque los servidores de esta estructura-institución-cabildo-obispado- habían dejado de creer en el pueblo y no le pueden servir. Su preocupación es cuidar espiritualmente a la clase vencedora y, todo lo más, desarrollar su propia organización eclesial».

A grandes males, grandes remedios. Para los primeros días del mes de septiembre de 1942 se dispusieron unos festejos como quizá nunca había vivido Oviedo a fin de consagrar de nuevo la Cámara Santa y conmemorar los 1.100 años de la muerte del rey Alfonso II el Casto, la gran figura de la monarquía asturiana a quien se debe el relicario.

Los festejos, que se extendieron a lo largo de tres jornadas, fueron presididos por el jefe del Estado, el general Franco, que se alojó en el palacio del marqués de San Feliz, en el Fontán. La visita del jefe del Estado se extendió a otras ciudades asturianas quizá para no ofender las consabidas honras localistas; así, un titular de aquellos días recogía «Gijón, digno rival de Oviedo en el recibimiento a Su Excelencia».

Para la reconstrucción se había constituido un amplio patronato -político, académico, cívico, castrense, artístico y eclesiástico- que a efectos operativos quedó reducido a cinco personas: el vicario general de la diócesis, José Cuesta; el catedrático de la Universidad de Oviedo, José Serrano; el periodista de LA NUEVA ESPAÑA José Fernández Buelta; el secretario general de la Universidad, Guillermo Estrada, y el escultor Víctor Hevia. De los cinco, tres se llamaban José, así que popularmente la comisión fue motejada como la Pepancia. En estrecha colaboración con la Pepancia trabajaron el arquitecto Luis Menéndez Pidal, autor de la reconstrucción, y Gerardo Berjano, que era el presidente de la Cámara de Comercio.

La restauración de las joyas de la Cámara Santa se realizó en el taller de Pedro Álvarez, en la calle Uría, el mejor de Asturias y sin duda de los más destacados de España.

Con todo dispuesto, a pocos días de los fastos previstos para las primeras jornadas de septiembre de 1942, la consternación más terrible azotó de pronto a los miembros de la Pepancia. Y es que tuvieron conocimiento de que el alma de madera de la Cruz de la Victoria, vamos la cruz en sí, que se supone acompañó y hasta blandió Pelayo en la batalla de Covadonga, se había perdido.

Quizá porque desapareció en la voladura de la Cámara Santa o porque durante la restauración fue, inadvertidamente, sustituida por otra pieza o, sencillamente, renovada con tan buena voluntad como ignorancia. El caso es que, Dios mío, se había perdido nada menos que el alma de madera de la Cruz de la Victoria o si se quiere, la Cruz de la Victoria propiamente dicha.

Los miembros de la Pepancia se reunieron rápidamente -quizás en el café Peñalba- y se juramentaron para no dar jamás a nadie noticia tan demoledora. Imbuidos de santo pragmatismo optaron por el clásico «ojos que no ven, corazón que no siente». ¿No es legítima una mentira piadosa para sortear un naufragio histórico descomunal?

Sea como fuera, muchos años después, un miembro de la Pepancia -o de la Pepancia ampliada o del patronato al que quizá llegaron algunos ecos de la catástrofe- poco antes de morir confesó a sus familiares y allegados la verdad porque pesaba insoportablemente sobre su conciencia un engaño bien intencionado pero al fin un engaño.

Quizás el carbono 14, que tan buenos frutos está dando últimamente en Oviedo, pueda confirmar la realidad de la pérdida irreparable o, por el contrario, reduzca todo a un doble equívoco y a un enredo de la siempre incierta historia oral.