Pablo GALLEGO

«Ha sido un buen concierto». Tras un sonoro éxito en el Teatro Lírico de Cagliari, Daniel Harding vuelve a casa en Londres. Un pequeño descanso en plena gira de conciertos por Europa. Desde el aeropuerto italiano, a punto de subir al avión, el director de orquesta británico (Oxford, 1975) conversó con LA NUEVA ESPAÑA antes de la próxima parada de un intenso tour que mañana le trae al auditorio de Oviedo (20.00 horas) al frente de la Orquesta de Cámara Mahler. En la maleta, el «Concierto para violín» de Brahms y la «Tercera» sinfonía de Beethoven. La «Heroica».

Quizás el heroísmo sea un sustantivo a la altura de los desafíos a los que Harding se ha enfrentado en su «corta» carrera. Con 34 años y desde su debut como director a los 19 -al frente de la Sinfónica de Birmingham de sir Simon Rattle- Harding ha visto lo mejor y lo peor de la profesión. Críticas, aplausos y adulaciones. Con 21 años se puso al frente de la Filarmónica de Berlín de la mano de Claudio Abbado, y no hubo vuelta atrás. «Cuando era más joven, estaba completamente loco. Desde fuera es más difícil de ver, pero ahora me siento más en paz que antes», afirma.

Dicen que su fórmula mágica es un estilo de dirección basado en el ritmo. Gestos que eliminan todos los detalles superfluos para revelar el mismo cuadro bajo una luz distinta. «Enfrentarse a la partitura exige un cierto balance», explica. «Lo que está escrito es casi sagrado, pero creo que no es posible entrar a fondo en una obra sin tener en cuenta el contexto». Por eso Harding estudia. «Tenemos que conocer al compositor, saber en qué condiciones escribió la obra a la que nos enfrentamos, para sacar todo el sufrimiento o toda la pasión destilada en cada nota». Así, «la partitura es una guía». Un mapa hacia el compositor. «El trabajo del director consiste en ayudar a que esa historia se entienda mejor».

Daniel Harding no hace giras. Vive en un tour permanente, de una punta a otra del globo con un repertorio que cambia casi cada día. El último mes, de Mozart a Mahler, Stravinsky, Beethoven o Strauss.

Como tantos otros directores de su generación, Harding tiene un pie en el repertorio sinfónico y otro en la ópera. En 2005 abrió la temporada de la Scala con una nueva producción de «Idomeneo» de Mozart -ningún director británico lo había logrado antes- y en mayo estrenará «Wozzeck», de Alban Berg, en Viena. «Necesito las dos, la ópera y la música sinfónica, aunque cuando en una ópera todos los elementos rinden al máximo y caminan en la misma dirección, no hay nada que se le parezca. Se convierte en la experiencia más plena que se puede tener».

El mundo de la lírica actual parece buscar un enfrentamiento entre los aspectos puramente musicales y los teatrales, y en él Harding afirma haber tenido «mucha suerte». «Hay directores de escena a los que no les importa en absoluto la música, igual que hay músicos a los que no les interesa lo que ocurre en escena; así que trato de ser cuidadoso a la hora de aceptar determinados compromisos. Necesito pasión por ambas partes del espectáculo».

Uno de sus valedores es el nuevo director del teatro Real, Gérard Mortier. «Ha hecho cosas maravillosas y es toda una figura en la ópera. Un mundo en el que nada pasa sin que él lo sepa». Cuando se anunció que Jesús López-Cobos abandonaba el coliseo madrileño, el nombre de Harding apareció como posible sucesor en la dirección musical del Real. «Creo que el puesto se lo han dado a otro», bromea. Pero avisa: «Si Mortier me llama, estaré más que dispuesto a colaborar en un proyecto con el Real».

Para eso hará falta tiempo. Ante una agenda de compromisos abarrotada con años de antelación, Harding asegura que nunca ha pensado en renunciar. Ni un paso atrás para volver a tocar la trompeta, el instrumento que estudiaba en Manchester -es seguidor del United- cuando, con 17 años, reunió a un grupo de amigos para grabar el «Pierrot Lunaire» de Schoenberg y enviar la cinta a Simon Rattle.

Harding ha sufrido recortes en proyectos por la crisis, pero su opinión difiere de la de otros compañeros. «La cultura es esencial, no hay duda, pero para salvar el dinero de la cultura no debe quitarse de hospitales o escuelas. En una época tan difícil hay que buscar fórmulas alternativas».

A pesar de haber dejado la Universidad de Cambridge para irse con Abbado a Berlín -«mis padres son profesores en Oxford y me consideran un traidor»- ve la educación como «una forma de desarrollo del talento». Un don quele ha llevado a comparaciones con Gustavo Dudamel, el fenómeno venezolano de la dirección orquestal. «Tenemos personalidades muy distintas, pero somos muy buenos amigos; no creo que nadie pueda ser como Gustavo».

La temporada que mañana le trae a Oviedo le ha enfrentado a dos desafíos. «Tristán e Isolda», de Wagner, «un nuevo comienzo en mi carrera», y las escenas del «Fausto» de Schumann, hace dos semanas y con la Orquesta de la Radio de Suecia, otra de sus formaciones titulares. «Estoy totalmente enamorado de esta pieza, capaz de unir música, literatura y filosofía. Es una obra tan intensa que, ahora que he conseguido interpretarla, sólo pienso en hacerlo de nuevo». El reto de Harding sobre el podio «es hacer que todo esté en su sitio y funcione. Es mi trabajo, y me encanta».