Último concierto de la temporada de los ciclos de música del auditorio de Oviedo, con la esperada presencia de una de las grandes interpretes del piano mundial, Maria João Pires. Todo un acontecimiento pianístico de una intérprete que, además, se prodiga poco en los escenarios, que pisa casi contra su voluntad -ella misma ha declarado que no le gusta dar conciertos-, aunque particularmente no nos agrada esa especie de morbo con el que se vende en los medios su «tendencia» a cancelar como un valor añadido para asistir a sus conciertos. Sí creemos que hubiera merecido una entrevista, a menos para situarnos ante la personalidad de una intérprete tan peculiar en su universo ideológico, por ejemplo se ha declarado comunista ideológica, que parece trasladar a sus mismísimas interpretaciones. La expectación fue, de cualquier manera, mayúscula, como demostró la entregada y numerosísima asistencia de público al Auditorio. Como aperitivo sirvió la «Staatskapelle Weimar» la obertura «Coriolano», de Beethoven. Se destacó tanto por la limpieza en su ejecución como en la falta de originalidad en su planteamiento, y esto no tiene que ser siempre negativo. Pero fue el «Concierto para piano n.º 3 en do menor op. 37» de Beethoven el protagonista absoluto de la primera parte, de la mano de una Pires que se caracterizó por una penetrante sobriedad llevada al extremo. La elección del piano -se trae su propio Yamaha CFIIIS- es parte de esa propuesta musical que incluye la propia estética sonora del instrumento que toca, en las antípodas de los pianos de concierto que en la actualidad parecen preferir la mayoría de los intérpretes, tendentes a la máxima brillantez. Su piano destaca por la equilibrada y poco saturada sonoridad en todo lo ancho de su tesitura, y Pires es capaz de extraer lo mejor de su riqueza sonora en cada registro de forma inigualable. En lo que a la interpretación propiamente dicha se refiere, destacó en la delicadeza en el empleo de recursos y en la dulzura que transmite esa interiorización, como decimos, de penetrante sobriedad. Un eje de su planteamiento en el que Pires también atiende las reminiscencias mozartianas que este concierto encierra -por ejemplo, directamente del K. 491, en la misma tonalidad que Beethoven admiraba-, también en cuanto al equilibrio de la igualdad de protagonismo -novedoso en su momento- entre solista y orquesta. El primer movimiento nos situó desde el comienzo en la muy personal propuesta de Pires, y contuvo los momentos más electrizantes de su actuación, sobre todo, en la impactante cadencia. El largo central fue doblemente intimista, por su carácter y por la penetración en la, casi diríamos, enfermiza interiorización de la pianista, hasta el punto de que en su interpretación parece hablar más de sí misma que del propio Beethoven, y la plasticidad de un movimiento que es esencialmente armónico y sirve para ahondar en ese peculiar esquema. El allegro final creemos que fue más propicio para encontrar el equilibrio entre la propuesta de Pires y el espíritu energético y vivaz de Beethoven, con una orquesta que, lejos de la perfección en todo momento, sí estuvo sensible y atenta a los detalles.

Interesantísima propuesta y muy orgánica la de Maria João Pires, sensitiva, profundamente intelectualizada, aunque quizás no la lectura de referencia, o al menos predilecta del que esto escribe, de este concierto de Beethoven.

La segunda parte fue lo que se podía esperar. Un Schubert muy temprano de dieciséis años cuya «Primera» sinfonía contiene no pocas simplificaciones de rasgos de soporífero carácter. Schubert en esta primera sinfonía es menos Schubert que Mozart o Beethoven lo son de sus primeras sinfonías. En Mozart ya hay un impulso melódico motor incuestionable y en Beethoven -aun siendo su sinfonía más «clásica», menos «beethoveniana»- sí están presentes su genio e inspiración melódica. Pero en este Schubert -un compositor capaz de inyectar más música a una pequeña obra para piano que otros compositores a todas sus óperas juntas- no hay una verdadera preocupación temática y resulta exasperadamente impersonal, al mismo tiempo que la regularidad de esquemas y el estatismo de sus desarrollos dejan indiferente. Le puede entusiasmar a Hager como director, pero como elección no fue la obra más brillante para cerrar una temporada, y casi podríamos decir que lo más destacado de esta segunda parte -a lo golpe de efecto de un Haydn- fue el pequeño sobresalto que produjo la caída del atril del clarinete, cuyas partituras volaron dos filas por delante. Una lástima para una orquesta de inmensas posibilidades. Para programación ultraconservadora tenemos la Sociedad Filarmónica de Oviedo, y ya que de los socios depende exclusivamente la supervivencia de la misma, son absolutamente libres para decidir; pero en el ámbito público, además de no funcionar, el enfoque debe ser necesariamente distinto.