En Oviedo, naturalmente, hay muchas esquinas, que doblamos continuamente a lo largo y ancho de la ciudad, siempre abiertos a la sorpresa desde la rutina.

Las esquinas de la ciudad que todavía no perdieron su personalidad natural son espacios sobrios, que no tienen escaparates o acogen pequeños comercios tradicionales. Ejemplos de esquinas de siempre todavía los hay, y podemos mencionar lo que queda de los Cuatro Cantones, ya que cantón es el nombre tradicional de las esquinas. Los Cuatro Cantones hacen cruz entre Mon, Santa Ana, San Antonio y Canóniga, en muestra expresiva de aquel Oviedo que quería esponjar el callejero, porque, en rigor, ese cruce de calles hace de dos cuatro, para que abulten más. Allí, salvada la nulidad de la esquina entre Santa Ana y Canóniga, eternamente en obras, y dejando a un lado el precioso jardín del museo, ahora lleno de casetas de obra, también con visos de eternidad, quedan otros dos cantones que se abren a Mon, uno palaciego y otro popular. En éste último está la tienda que queda de objetos religiosos, La Victoria, con todo su encanto. Allí mismo había estado en el pasado la famosa sombrerería de Merino, que ninguno de los vivos conocimos, de cuando por allí se exponían las modas de París y Londón.

Otras esquinas destacables, de entre tantas, son las que, desde la plaza Mayor, justo enfrente de los balcones consistoriales, se abren a Magdalena, la primera calle comercial que hubo en la ciudad. Esas dos casas, rehabilitadas con mediana suerte, y por razones que no se nos alcanzan, están flamantes y cerradas a cal y canto, lo que no es buena carta de presentación en sitio tan principal de una ciudad de arraigada vocación comercial como es Oviedo.

Quizá la primera esquina solemne, incluso espectacular en su momento, del Oviedo de posguerra sea la que creció entre Toreno y Marqués de Pidal, enfrente del Campo San Francisco, enfrente también de la estupenda finca de Concha Heres, ahora desnaturalizada. Esa casa que comentamos fue llamativa desde que nació, hace medio siglo, hasta el punto de que por su facha y por su altura el humor ovetense, en este caso un tanto facilón, la bautizó como «la casa del coño», por el pasmo y admiración que acusaba entre los que la veían por primera vez.