Elena FERNÁNDEZ-PELLO

La primera mañana de Motiva, las jornadas de diseño que desde hace quince años organiza la Escuela de Arte de Oviedo y que esta vez están íntegramente dedicadas al Principado -«Asturias Motiva»-, estuvo dedicada a una excepcional lección de «poética e ingeniería», de «artes aplicadas a las palabras», una denominación que, siguiendo su costumbre, el poeta Fernando Beltrán acuñó sobre la marcha, después de haber visto que una de las aulas del centro está dedicada a las «Artes aplicadas a la piedra». Pues bien, el asturiano, poeta y nombrador, pensó que lo que él hace con los objetos y las palabras es muy parecido, algo así, explicó, como extraer el nombre que reside en el interior de las cosas, y con absoluto convencimiento proclamó su fe públicamente: «Cada cosa tiene un nombre, en eso creo».

Con esa firme convicción, Beltrán, fundador del estudio creativo «El nombre de las cosas», reveló a los estudiantes, profesores y profesionales que llenaban la sala de actos de la Escuela de Arte, cómo fabrica esas palabras, una faceta del diseño absolutamente específica y que los organizadores de Motiva han querido incorporar a esta edición. El poeta, nacido en Oviedo y con raíces familiares en Grado, donde ha abierto el Aula de las Metáforas, es el artífice de denominaciones tan populares como Amena para el operador telefónico de Retevisión, BBVA para el Banco Bilbao Vizcaya-Argentaria, Faunia para el Parque Biológico de Madrid, Opencor para el 24 horas de El Corte Inglés, Aliada para la marca blanca de los mismos almacenes, E-moción para Telefónica o Rastreator para un comparador de seguros por internet. «Hemos creado más de quinientos nombres, la mitad gratis para amigos, oenegés o clientes que tenían poco dinero», contó. No fue fácil ponerles precio, primero lo hacía tímidamente, hasta que tomó conciencia del valor de su trabajo. «Yo tenía que crear un oficio, y ¿cuánto puedes cobrar por un nombre?», se planteó.

Para explicar cómo se adentró y triunfó en el negocio de diseñar nombres, Fernando Beltrán emprendió un relato autobiográfico. Su primera palabra inventada, contó, la escribió en el cristal de una ventana empañada. A los 15 años decidió ser escritor, mintió durante un año fingiendo que asistía a clase de Derecho mientras se empapaba de lecturas en la Biblioteca Nacional, fue descubierto, rompió con su padre, se reconcilió, trabajó vendiendo libros, bailando claqué, aparcó coches sin carné... «Hasta que tropecé con el mundo del diseño», se detiene. Fue cuando se incorporó al estudio de publicidad «Contrapunto», que a finales de los años ochenta amontonaba éxitos y premios. «Supe el primer día que aquel no era mi mundo, pero aprendí mucho», reconoce. Por ejemplo, «que en todos los productos hay que trabajar un concepto, una imagen y una denominación» y a eso último se ha dedicado él, a atinar con el nombre de las cosas. «No da igual un nombre que otro», advierte.