Se cierra una nueva Temporada de Ópera en el Campoamor, la número sesenta y cinco, y se acude a uno de los compositores fetiche del público asturiano, Giuseppe Verdi, muy de actualidad puesto que las casas de ópera de todo el mundo festejan con alborozo su bicentenario. Oviedo abre, de este modo, en España el «año Verdi» y lo hace con «Don Carlo», uno de sus títulos más ambiciosos, lo cual es de agradecer como muestra de valentía y seriedad de la entidad lírica, en vez de tirar por otros caminos de menor calado y más baratos en la actual y terrible coyuntura económica.

«Don Carlo» exige y mucho a todos. No valen las medias tintas. Cantantes, músicos, directores de escena y musical e incluso el público deben encontrar un punto de complicidad y exigencia ante una obra que puede ser una delicia o un auténtico ladrillo según evolucione una representación determinada. La noche del estreno asistimos a una buena representación de «Don Carlo» -muy buena en determinados pasajes-, aunque no magnífica, ya que esto es muy complicado de conseguir y quizá porque faltó un pelín de nobleza en unos intérpretes muy medidos -algunos de ellos debutaban en sus respectivos roles-, y puede que por ello demasiado pendientes de los difíciles requerimientos técnicos de la partitura más que de encontrar la veta verdiana, que obliga, sobre todo en las óperas de este período del compositor italiano, a algo más que a cantar bien. Es un salto muy sutil, un claroscuro vocal e interpretativo que cuesta conseguir y que marca la línea que diferencia entre lo bueno o muy bueno y lo excepcional.

En la representación del Campoamor abundaron los aciertos y una notable impresión de conjunto, reafirmada por una dirección musical y escénica muy cuidadas que contribuyeron, de manera significativa, a urdir la trama, que, al término, cimentó la cariñosa acogida por parte del público a los intérpretes. Desde el foso, Corrado Rovaris marcó directrices claras y ajustadas a los intérpretes. Su lectura tuvo mesura y los hermosos colores de la orquestación verdiana se dejaron notar a través de una Orquesta Sinfónica del Principado que es siempre garantía de buen hacer en este repertorio. Rovaris es marca de calidad y cuenta por éxitos sus apariciones en el Campoamor. Es uno de los maestros más interesantes de cuantos están vinculados a nuestro teatro. Buen conocedor del repertorio verdiano, como ya dejó claro aquí hace unos años con «La traviata», se ha apuntado un nuevo tanto con esta versión de «Don Carlo» en la que cada acento melódico fue marcado con exquisitez y sin necesidad de forzar en la graduación de las diferentes intensidades que marcan el pulso de la trama. Ayudó, además, a los intérpretes y al Coro de la Ópera, que, en esta ocasión, no fue más allá de la corrección quizás abrumado por el tremendo barullo del auto de fe. Le faltó a la agrupación coral el empaste y la afinación que en ella son norma desde hace años. Cumplió, pero, indudablemente, puede dar más de sí.

La velada empezó titubeante, casi con miedo, pero se fue afianzando y ganando en calidad y solvencia, en un «crescendo» continuo que fue dejando escenas notablemente resueltas que convivieron con otras un tanto desdibujadas, especialmente la del auto de fe, número de grandes masas muy propicio para impresionar, que quedó, no obstante, un tanto frío pese a la voluntad de movimientos y continuo trajín que, en un escenario como el del Campoamor, daba, más que nada, sensación de apelotonamiento. Desde el punto de vista escénico fue el único punto débil de la magnífica puesta en escena ideada por Giancarlo del Monaco, realizada aquí por Sarah Schinasi y que Oviedo ha coproducido con otros teatros españoles.

Del Monaco es uno de los directores de escena más importantes de nuestro tiempo y, por fin, ha debutado en la temporada. Es un profundo conocedor del repertorio italiano y hombre de teatro íntegro y de solvencia plena. De formación en el ámbito germánico, ha desarrollado una carrera impresionante en los primeros teatros del mundo y ha sabido apostar por acercamientos al repertorio tradicionales y otros en los que ha arriesgado sin miedo. En ambos casos tiene como común denominador un instinto dramatúrgico fuera de serie. En el «Don Carlo» que nos ocupa propuso un montaje ortodoxo, sin modificaciones temporales -por razones obvias, no son fáciles los cambios en este título, aunque alguno, muy bueno y polémico, ha habido, como el de Peter Konwitschny de hace unas cinco temporadas en el Liceo y otros teatros-. La acción se desliza de Yuste al Escorial y, enmarcada por grandes cartografías de la época del esplendor de la monarquía de los Austrias, está plagada de referencias escurialenses -la escenografía de Carlo Centolavigna es, en este sentido, perfecta y muy bien pensada para los continuos cambios de cada cuadro y acto-, en tapices, cuadros, bajorrelieves y esculturas. Dos merecen destacarse: la de Leone y Pompeo Leoni del emperador Carlos V o la monumental réplica del hermoso crucifijo de Benvenuto Cellini que se emplea en el auto de fe -regalo de la familia Medici a Felipe II y que tiene la peculiaridad de estar esculpido completamente desnudo, aunque en una reacción similar a la de Volterra con los frescos de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina (bajo orden papal, el repinte del Juicio Final) fuese cubierto con un paño de tela alrededor de las caderas, ¿hubiera sido necesaria también la intervención del «Braghettone» en el Campoamor?-. Estas referencias y otras, como la cama del rey, el mausoleo funerario al fondo y otros, revelan el cuidado y la minuciosidad de Del Monaco en su búsqueda historicista, reforzada por un vestuario extraordinario de Jesús Ruiz, deslumbrante por su impronta pictórica y la adecuada iluminación, de trazo tenebrista, de Vinicio Cheli. Del Monaco mueve a los personajes con majestuosidad y recrea la corte con elegancia, sin estridencias. Marca de manera delicada los hilos que mueven la acción, las pulsiones entre los personajes, su inestable equilibrio en esa batalla soterrada siempre en el filo de la navaja entre el poder terrenal y el eclesiástico -el Gran Inquisidor lleno de estigmas es tremendo-. La opresión de Elisabetta y don Carlo, la equívoca relación de éste con Posa en la reinvención de la historia por los libretistas -bueno, no tan equívoca, está bien clarita-, el poder del rey y el infierno de su soledad, la maldad ambivalente de Éboli se delimitan con precisión geométrica. La leyenda negra, aquí tamizada por los libretistas Méry y Du Locle, que beben en la obra de Schiller, se expone sin reparos. Es lógico que la plenitud de poder de la España imperial generase odios a la altura de su grandeza.

El elenco buscó entrar en ese mundo con convicción. No lo consiguió plenamente. Presenciamos magníficas interpretaciones, alguna soberbia, pero, ¡ay!, casi ninguna inolvidable. Vayamos por partes. Para muchos fue un descubrimiento Juan Jesús Rodríguez como Posa. ¡Ya era hora! Estamos ante uno de los cantantes españoles más relevantes de su generación, más valorado fuera que en su propio país, aunque esto, afortunadamente, comienza a cambiar. Es un barítono de raza, un verdiano muy relevante. Su vocalidad se mueve cómoda en este repertorio: volumen amplio, timbre aterciopelado, línea de canto homogénea, siempre en su punto son algunas de las características que definen a un cantante de muchos quilates. Su Posa fue importante y le auguro recorrido soberbio. Debutaba también en su rol Ainhoa Arteta. Fue una Elisabetta di Valois verdaderamente regia en lo escénico e impecable en lo vocal. Quizás estuvo un tanto medida en el primer tramo de la sesión, algo lógico en una primera interpretación de un papel de enorme exigencia. Arteta, como Rodríguez, ha sabido cuajar una carrera pausada, incorporando nuevos retos de forma tranquila, sin sobresaltos. Éste llega en el momento justo y aún dará mucho más de sí desde un punto de partida ya poderoso. También sorprendió a parte del público el Felipe II del bajo Felipe Bou, habitual de la temporada pero que ahora asienta su primer gran triunfo rotundo. Cantó e interpretó bien, especialmente «Ella giammai m'amò», introspectiva y serena, con ese contenido desgarro que requiere. Brilló a muy buen nivel el don Carlo de Stefano Secco, una década ausente de Oviedo tras su «Roberto Devereux». Se adapta el personaje perfectamente a su realidad vocal. Seguro en el registro agudo, también en el centro y en el grave. Atraviesa un período magnífico el tenor italiano y lo aprovecha en condiciones. De los protagonistas principales quizás Alexandrina Pendatchanska (ahora con el nombre artístico de Alex Penda) fue la más irregular. Alternó momentos inspirados con otros a menor nivel o por debajo de lo esperado en una cantante de su trayectoria. De hecho, el «O don fatale» no fue, precisamente, un dechado de virtudes. Entre el resto del extenso reparto conviene destacar a Luiz-Ottavio Faria como Inquisidor y anotar la corrección del resto de participantes -Iván García, Itziar de Unda, Jorge Rodríguez-Norton, Alberto Núñez o Eliana Bayón-, así como el grupo que interpretó a los diputados flamencos. Entre todos sacaron adelante una velada a la que, sin embargo, le faltó la chispa que enciende el éxito total. Quizá se encienda en las funciones que quedan, porque los mimbres son los adecuados.