La mágica delicadeza de las canciones de Strauss y la interpretación casi como si fuesen canciones de cuna que ofreció la soprano canadiense Measha Brueggergosman inundaron de belleza ayer el auditorio Príncipe Felipe, que aplaudió con fuerza durante tres minutos y ocho segundos. Buena parte del premio era para el maestro Rossen Milanov, al frente de la OSPA, que supo evitar que una instrumentación colosal comiese una voz intencionadamente moderada para ajustarse a la partitura. La OSPA, que en la segunda parte ofreció la «Sinfonía número 7» de Bruckner, al final recibió, por su parte, una ovación de casi cuatro minutos.

La gran cantante afroamericana, sin partitura, y apuntando balanceos que indicaban hasta que punto estaba metida en la obra, atacó las «Cuatro últimas canciones» de Strauss con expresividad, graves poderosos, inteligente parsimonia y sensualidad. Así fue la primera pieza, «Primavera». Para «Septiembre» reservó otra dosis similar; en «Al ir a dormir» fue el colmo de la dulzura, con un pronto impresionante, y «En la puesta de sol» llegó a la mejor oración panteísta ante la sagrada naturaleza.

Milavov, en la segunda parte, presentó un Bruckner como hace con Beethoven: marcando sin exagerar el misterio inicial y la tristeza del adagio; especialmente rotundo el scherzo, si no lo mejor de la obra, lo más agradecido, y de vuelta, en las postrimerías, al tema inicial con, nada menos, cinco trompas, cuatro tubas wagnerianas, tres trombones, tres trompetas y una tuba. El público aplaudió a rabiar.