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La estética

Sobre la fuerza interior que atesoran los artistas y su capacidad para darle forma

La estética

Entre todas las obras humanas la obra de arte parece la más fortuita, el artista crea según su fantasía, que es absolutamente personal; el público aplaude según su gusto, que es pasajero; la imaginación del artista y la simpatía del público son ambas espontáneas, libres y, a primera vista, tan caprichosas como el soplo del viento. Sin embargo, ambas cosas -mismo que el soplo del viento- están sujetas a condiciones precisas y a leyes determinadas. Una obra de arte -cuadro, tragedia, estatua- pertenece a un conjunto, a un todo que es la obra total de su autor. Todos sabemos que las diversas obras de un artista tienen entre sí cierto parentesco, como hijas del mismo padre; es decir que hay en ellas muchas semejanzas fáciles de advertir. Pongamos por ejemplo las obras de dos ovetenses internacionales: Paulino Vicente y Joaquín Vaquero Palacios. Cada artista, por regla general, emplea su estilo propio, un estilo que se muestra en todas sus obras. Si se trata de un pintor, tiene determinados colores y grandeza en sus obras, como Vaquero, en los monumentales dibujos del frontispicio de la Central de Miranda, con un Prometeo impresionante, con un procedimiento personalísimo de ejecución. Si es un escritor advertimos que tiene personajes violentos o apacibles; sus desenlaces trágicos o cómicos y hasta un vocabulario propio. Si una persona entendida se encuentra ante una obra sin firma de algún artista eminente, puede reconocer quien es su autor casi sin temor a equivocarse. Si tiene más práctica, unida a un delicado tacto, dirá a que época del artista, a que periodo de su formación pertenece la obra de arte que se halla ante su vista. Toda obra humana es una expresión del amor de quien la ha realizado y en estas expresiones hay categorías. Las obras de arte que brotan espontáneamente del interior del artista son autorretratos de la afectividad del autor, una especie de radiografía interior, de su alma, de su espíritu; una obra de arte no se puede concebir sin que en el interior del artista arda un fuego, ya que un alma rica en amor, abierta a la belleza, expresa su forma de amar, unas llenas de serenidad, de inquietud, de ingenuidad, de luminosa alegría, de pesimismo, dejando cada uno su trabajo las huellas de su alma y es que la belleza es la expresión de la felicidad. La alegría de lo bello es deliciosa y serena y la estética es la ciencia de la belleza y lo bello, dada su naturaleza, no se puede definir. Por ejemplo escuchar música es una completa satisfacción. Las Fugas de Bach recuerdan las olas del mar, que vienen unas tras otras, sin repetirse jamás. La música de Chopin provoca una indolente melancolía y las Sonatas de Beethoven, el primer compositor que se sintió señor de la armonía, toda vez que el sentimiento de lo bello es el amor transformado en admiración. No todos los artistas están vaciados en el mismo molde, su propio arte los diferencia; la inspiración es un soplo en virtud del cual las facultades del artista hallasen más despiertas en determinados momentos. Y pensando en la inolvidable Victoria de los Ángeles: cuando canta no cabe una voz más despojada de artificiales gangas, desnudamente bella como una Venus clásica, ni manera más hermosa de hacer música. Victoria de los Ángeles o la pureza como lección dada desde el más alto rigor estético.

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