Mientras Camilo, médico-taxista de grandes patillas, peleaba por volver a arrancar el prehistórico Buick azul, Evaristo encendió un cigarro del tamaño de un mango de fesoria y siguió con la vista el inacabable pantalán de madera que avanzaba por el agua verde de Puerto Esperanza, apuntando hacia Miami.

Siempre había querido ir a Cuba, la Perla de la corona, perdida a manos de los Estados Unidos. Tampoco quedaba nada de la Cuba de Batista, con sus fiestas llenas de jóvenes con vestidos escotados y zapatos de tacón bailando mambos, con los grandes "haigas" aparcados frente al palacete del Centro Asturiano. Las cartas que unos tíos enviaban a un Oviedo gris que acababa de abandonar las cartillas de racionamiento traían en su interior fotos de hombres con guayaberas blancas y bigotín y mujeres con ropas estampadas. Todos riendo, sosteniendo en su mano un daiquiri.

Bueno, la Revolución, Fidel, el Ché, podían servir. Y el mundo del tabaco. Quería saber cómo era aquel cultivo, qué había antes de un buen puro. Conocer el ñeru. Y cuando pudo se subió al aeroplano de Cubana de Aviación.

"Evaristo, ten cuidado con las mulatas, que son otro mundo. Como te entre una no hay defensa, los de aquí no tenemos anticuerpos", le había dicho al servirle un cortado Manolo, el del bar de abajo, tinetense que había vuelto a Asturias tras el triunfo de Fidel.

Lo primero que hizo al llegar a La Habana fue comprar un mazo de puros frescos y tomarse un mojito. Había leído que la mejor zona tabaquera era el Valle de Viñales, en Vuelta abajo, al Oeste de la isla. En el hotel le hablaron de Camilo, el médico que completaba el jornal contratando su Buick. Habló con él. Cerró el trato. Cuando el médico pudo marcharon para Viñales.

La isla no tenía tanta vegetación como esperaba. Poco tráfico. Mucho sol. El valle era precioso. Las plantaciones de Nicotiana tabacum, Hierba de la Reina o Hierba Santa, tenían menos superficie de la que imaginaba, en todas aparecía un bohío, con su techumbre de palma.

Las plantas, de metro y algo de altura mostraban las hojas grandes, apetecibles, de color verde vivo. En algunas parcelas se veían trabajadores cubiertos con sombreros de paja haciendo las labores, y por el medio del paisaje grandes afloramientos de piedra, como acantilados, llamados mogotes. Y al fondo la Sierra del Escambray, la de Eloy Gutiérrez Menoyo, el comandante asturiano de la Revolución que acabó a palos con Fidel y le desafío en sus últimos años de vida, instalándose en La Habana.

Evaristo vio plantaciones, pero nadie le contaba. Los peones eran parcos en palabras. Esperó el día de la salida del avión saboreando aquellos puros dulces y enriqueciendo el alma con combinados de ron-collins y boleros.

Manolo le preguntó cómo le había ido. Evaristo respondió que había aprendido muy poco de tabaco. "Para eso no hace falta ir a Cuba. En la vega del Narcea lo cultivaban hasta hace nada", le dijo. Oír eso y plantarse en Cornellana fue todo uno. Aparcó delante de un bar. Preguntó quien le podría hablar del tabaco.

"Aquí cualquiera. ¿Ve la chica de pelo castaño que está sentada en esa mesa de la terraza? Ella le contará, en su casa lo plantaron hasta hace nada", le respondió un amable vecino .

Vicki, que así se llamaba la joven, no tuvo inconveniente en que Evaristo compartiese su mesa. Ya no lo cultivaban, pero a ella aún le había tocado ayudar. Aunque era una planta tropical, al ser su ciclo semestral permitía su cultivo en climas templados. Los plantones llegaban de Gijón, del vivero del Ministerio, en abril. Había que estar autorizado para cultivarlas. Se plantaban en riegos, unas doce mil por hectárea. Se desarrollaban pronto, pero tardaban en madurar.

El terreno, permeable, tenía que estar siempre limpio, y las hojas de abajo se arrancaban. Se les hacía una pequeña poda. A finales de verano se recogían y se colgaban en los secaderos, a madurar, había que hacerlo todo bien, era un cultivo delicado. Las hojas asturianas eran muy buenas, sanas, enteras, con poca nervadura; excelentes para capa, mucho mejores que las de otros sitios, que se destinaban para tripa.

Toda la vega del valle de Laneo se plantaba. Pero un buen día dejaron de hacerlo; solo quedaban los grandes secaderos. Evaristo casi no se había enterado de nada, asomado a los ojos negros y a los labios apetecibles de aquella mujer. Ella, divertida, se dio cuenta "¿Me enseñarías esos secaderos?", preguntó él. "Claro", respondió ella sonriendo.