Al bar de Óscar Fernández es frecuente que los clientes entren sosteniendo con dificultad un yugo para el arado y lo posen de golpe en el suelo. Otros llegan con cajas misteriosas bajo el brazo. Y algunos le llevan cerdos de juguete. Entre café y café vespertino o entre copa y copa nocturna, el hostelero examina los objetos, los aparta y cuando echa la persiana se lleva la mayor parte a su casa. El resto -en especial los marranos de plástico- se quedan en el local del barrio de la Argañosa dentro de una vitrina.

"No sé dónde está el límite con la basura porque lo que para uno es porquería para otro es una joya". Esta es la máxima de Óscar y lo que ha hecho que guarde miles de piezas dispares en su vivienda y en el trabajo. Desde máquinas de escribir, cafeteras, botijos y latas de cerveza, hasta radios, planchas de hierro, herraduras e incluso papel higiénico sin abrir. "Tengo cosas que no sé que lo que son, pero que las cojo porque me parecen interesantes".

El coleccionista del "todo vale" comenzó con su afición en la juventud, aunque no recuerda qué fue lo primero que atesoró, o como él dice, que "amontonó". Apilar es precisamente lo que hace en una esquina del bar con las velas que enciende "para dar ambiente". Allí, sobre un pedestal, hay una masa informe de cera que engorda a diario desde hace dieciséis años. "Cuando se consumió la primera, puse otra. Luego otra. Y luego otra. Pero nunca quité los restos anteriores. Y hasta hoy. El velón ya es atracción".

El origen de los cerdos que guarda en un aparador en el fondo del bar tampoco tiene desperdicio. "La primera figura, que en realidad son dos gochos enamorados, la compré yo. Con ella les tomaba mucho el pelo a los clientes porque les decía que había dos amantes besándose apasionadamente. Y cuando miraban veían dos cerdos". A los pocos días los parroquianos le empezaron a obsequiar con marranos de todo tipo, hasta el punto de que ahora tiene más de trescientos y ya casi no le caben más en la vitrina.

Los tesoros que acumula en su casa, cerca de su negocio, han necesitado trabajo de restauración y parecen sacados de un museo kitsch. En la planta baja, junto al garaje, centenares de botellas y latas perfectamente alineadas en estanterías hechas a medida reciben al visitante. Así, hay refrescos Mirinda y Boy, y botellas de cerveza El Ciervo, La Estrella de Gijón, o El Norte. También hay botijos por todas partes y algún que otro apero de labranza.

Pero la sorpresa, la verdadera galería del coleccionista, está en la planta de arriba. "Está bastante desordenado. Tú verás", dice Óscar al subir la escaleras para prevenir al invitado. Sin embargo, la realidad no tiene nada que ver con la advertencia. El hostelero mima los objetos y los clasifica por materias y tamaños. De hecho, algunos están numerados. "Empecé a etiquetarlos para hacer un archivo, pero aún me queda mucha tarea por delante".

Es difícil centrar la atención o fijar la vista en una sola cosa porque todo es interesante. Óscar facilita la tarea inconscientemente al coger un objeto imposible de definir. ¿Es una lámpara de gas? ¿Es una aceitera? El coleccionista niega con la cabeza, se inclina hacia una balda y coge una taza de café. "Aquí está la respuesta", dice. No queda otra opción que mirar la taza de cerca. En ella, sobreimpresa en la porcelana está la imagen del objeto con la leyenda: "Cafetera del hogar eléctrica de 1900". Orgulloso, el hostelero lo explica. "Compré la pieza en el rastro sin saber qué era y tiempo después entré a tomar un café en Oviedo y me pusieron esta taza. Cuando vi el dibujo aluciné".

Óscar nutre su particular museo comprando en anticuarios y en rastros de Asturias, León, Madrid o Valencia, pese a que no viaje demasiado, ni gasta mucho. Lo más caro que ha adquirido es una máquina registradora de los años cincuenta que le costó 900 euros. Además, la mano de obra, de ser necesaria, es su propia maña y paciencia. "También encuentro cosas por ahí tiradas. Joyas en potencia", concluye.