Llevo casi veinticinco años viviendo en Oviedo y hace tiempo ya, en mis escapadas rinconeando por el Tránsito de Santa Bárbara y aledaños, me asaltó la curiosidad de adentrarme en la historia de aquellas piedras, donde en el año 761 el monje presbítero Máximo y su sobrino Fromestano erigieron la ermita en honor a san Vicente. Rastreando en el origen de la ciudad, me sorprendió la figura del hijo de Fruela, el segundo Alfonso, que trasladó la capital del reino a Oviedo, convirtiéndola en sede episcopal. Fruto de todo ello, concluí "Los amores del rey Casto", una biografía novelada de quien reinó en Oviedo durante 50 años, los que van del 14 de septiembre de 791 al 20 de marzo de 842. Confieso que escribirla me llevó su tiempo, a base de ratos arañados al día a día, pero zambullida en ese tarea fui pergeñando la idea de lo que fue Oviedo en sus albores como capital del reino. Por algo hoy la plaza de la Catedral -y tantas cosas más en nuestra ciudad- recibe el nombre de Alfonso II el Casto.

A ese entorno me quiero trasladar para daros mi visión del Oviedo -Ovetao- de entonces. Y lo hago dejando volar mi imaginación 1.117 años atrás, a un 13 de septiembre del año 841 -víspera de los 50 años de la llegada el trono de Alfonso II- y a una ciudad que se prepara para su fiesta, la de la Cruz, celebrada el 14 de ese mes, cuando arranca el origen de la Perdonanza, jubileo milenario donde el mismo Rey Casto obtuvo del Santo Padre "indulgencia e perdón de la terçia parte de su pecados a todos los que a esta iglesia vinieran en cualquier tiempo a visitar las reliquias que en ella son e en ella faziesen sus limosnas", como se cuenta en las crónicas de la época:

Los moradores de Ovetao han engalanado casas y balcones para aclamar los 50 años de la subida al trono de su monarca, en un día, el 14 de septiembre, festivo de por si, al celebrarse la solemnidad de la Santa Cruz. A medida que avanza la jornada, saltimbanquis y malabaristas serpentean por el barrio del Portal para amenizar al gentío que, atravesando, sobre todo, las puertas Claustra y Sansón, llega a Ovetao con la ilusión de estar presente en los actos del día siguiente. Mercaderes, músicos, peregrinos de camino a Santiago, pobladores y foráneos, mendigos, súbditos de todo el reino, se dan cita en un día típicamente estival, lleno aún de luz y calidez a pesar de estar en puertas, casi, del otoño. El bullicio y la algarabía de la concurrencia compiten en alegre concordia con las melodías y canciones de danzantes y titiriteros, lanzando al ambiente acordes y colores de verdadero espectáculo. Todos ofrecen lo que llevan y la abundante sidra corre de zapica en boca como preciada muestra de una cosecha que había sido excelente.

Dentro de la muralla que, precisamente, Alfonso mandó construir para defender el palacio y los templos situados en el solar, se encuentra, a un lado, la Iglesia de San Tirso, dedicada a aquel santo cristiano martirizado en el año 251, en la que muchos se paran y contemplan admirados la preciosa ventana con tres arcos de ladrillo sostenidos por columnas de mármol en los que se apoyan capiteles de tradición corintia.

Hacia su izquierda, sobre las ruinas del templo catedral fundado por Fruela y destruido por Abd el Melik en el año 794, se alza ya la nueva catedral que Alfonso encargó, al principio de su reinado, a su arquitecto Tioda y que dedicó a San Salvador y a los 12 apóstoles. Muchos - los que peregrinan a Santiago - hacen cola a la entrada para venerar su Señor.

Mirando al norte, la basílica de Santa María, donde el monarca quiso que estuviera el Panteón Real. Al sur, las dependencias palaciegas, en las que dos torres inhiestas flanquean la entrada a Palacio que acoge varias construcciones promovidas para dignificar la nueva sede regia y episcopal de Ovetao.

Una de ellas es la capilla de dos pisos: en el de arriba se encontraba la capilla de San Miguel, destinada al culto, donde Alfonso llevó las reliquias llegadas de Jerusalem en el Arca Santa que pronto hicieron de Ovetao el gran relicario de la cristiandad; abajo, la cripta funeraria de Santa Leocadia.

Muy cerca está el Monasterio de San Juan Bautista de las Dueñas, que también goza del esplendor de la fiesta, ataviado en su interior para celebrar, con toda solemnidad, una misa de Acción de Gracias por el 50º aniversario de la coronación de Alfonso, su fundador.

Un grupo de danzantes muestran sus bailes por las cercanías del Monasterio de San Vicente, otros continúan camino abajo, alegrando el deambular de forasteros y curiosos que no quieren perderse las pinturas de la basílica dedicada a San Julián y Santa Basilisa, mandada construir también por el Rey Casto, y abierta ese día para festejar tan magno aniversario.

Así veo el Oviedo del año 841. Hoy una ciudad con raíces milenarias, plagada de tradiciones e historia, acogedora y bulliciosa. Algo tendrá que ver en todo ello Alfonso II el Casto. El próximo 20 de marzo celebraremos 1.176 años de su fallecimiento. Sirvan estas líneas para recordar su memoria, y agradecer lo que hizo por Oviedo y que aún hoy perdura.