Leí en algún sitio que el salero -me refiero a la calificación de la gracia no al recipiente donde se sirve la sal- y las acepciones salado y salada provienen de una deformación de una palabra andalusí, «saut», que curiosamente significa miel, lo que resulta bastante paradójico. La gracia podía estar asociada en el Islam a la dulzura y, sin embargo, por el duende de la lengua en España ha acabado formando matrimonio con el gusto salado. En Andalucía, por ejemplo, lo contrario de salado es «esaborío» y un «esaborío» es un «malage». La sal, no cabe la menor duda de ello, es en nuestro mundo la chispa. En tiempos, llegó a ser propiedad de príncipes y en los alfolíes (depósitos de sal) sólo se permitían el lujo de mangonear los poderosos al tratarse de un ingrediente indispensable en la alimentación de las personas y de los animales.

Con los años, la sal ha pasado de ser un condimento básico a convertirse en vehículo también de otros sabores. Algunos grandes chefs la utilizan en formas cristalizadas con pasta de aceitunas negras, mezclada con romero y otras hierbas, ahumada, etcétera.

En algunas mesas cuidadas y en la decoración de algunos platos, se empieza a extender el uso de las sales con colores llamativos como la negra de Chipre, las tostadas de Dinamarca, la rosada del Himalaya, de altísima calidad; la sal molida de color gris de la India, de extractos minerales de olor sulfuroso o las hawaianas, como es el caso de la roja, muy popular en Estados Unidos, que se obtiene de mezclar sal marina con un mineral volcánico y arcilloso llamado alaea. Es muy buena para acompañar las carnes asadas al grill y en Hawai se utiliza, asimismo, en ritos y ceremonias.

¿Y por qué la sal? «Basta un pizzico di sale», suelen decir en Italia cuando se refieren a algo esencial. La sal, en ocasiones, puede transformarse en algo dulce sin tener que recurrir de por medio al duende semántico andalusí. Así ocurre, por ejemplo, con el chocolate con leche fundido con flor de sal de Christian Beduschi, un famoso chocolatero y pastelero de Cortina d'Ampezzo, ganador de varios premios en Lyon. Si tienen oportunidad, pruébenlo.

La mitad de la producción mundial de sal es marina. La otra mitad, mineral. Existen sales en granos, yodadas, en escamas (de Maldon), marinas sin refinar y en flor. Esta última, la más delicada, no se utiliza para cocinar, sino para agregar en el último momento a una comida. Con la sal de Maldon, procedente de la costa sur de Inglaterra, ocurre lo mismo. Se sala al final para que las escamas se deshagan en la boca al tiempo que el alimento. Es perfecta para sazonar un filete o una chuleta, igual que en un carpaccio. En Italia se ha puesto de moda aderezar el carpaccio de pescado con sal líquida muy fría, a base de perejil, hinojo, romero, etcétera. En resumidas cuentas, un marinado. Los cocineros españoles, sobremanera en el sur de la Península y en la cuenca mediterránea, se han hecho unos consumados especialistas en la cocción de los pescados a la sal, una vieja técnica que permite obtener un resultado jugoso en las delicadas carnes de las lubinas o de las doradas.

La sal kosher es muy apreciada en la cocina. Los judíos la utilizan de acuerdo a sus leyes alimentarias. Es gruesa y con escamas. Se echa sobre la carne recién sacrificada para desangrarla. De esa manera, se eliminan las impurezas.

El garum, que está en el origen de los salazones, era una salsa que se hacía con la casquería de los peces fermentados al sol, agregando vinagre, pimienta, aceite y agua. Tenía la propiedad de salar y condimentar cualquier plato -Marco Gavio Apicio nos ha dejado en sus recetas de la Roma imperial casi 500 preparaciones- enmascarando incluso el deterioro del producto. Su sabor original debía de ser repulsivo, pero el garum resultaba indispensable en la dieta de los romanos que construyeron factorías por todo el Mediterráneo. Algunas mojamas, huevas secas o la misma botarga de atún siciliana representan, en la actualidad, la herencia más refinada de todo aquello. Jaume Subirós, chef del hotel Ampurdán de Figueras, más conocido por el Motel y uno de mis comedores preferidos, se inventó un garum en el que me he inspirado a veces. Está entre el garum y la tapenade provenzal y, por supuesto, no se hace con vísceras de pescado. Se pican anchoas y aceitunas negras y se trituran hasta formar una pasta. Se añaden unas alcaparras machacadas, una cucharadita de mostaza fuerte, un diente de ajo muy picado, una o dos yemas de huevo, dependiendo de la cantidad que se quiera preparar, y una copa de ron. Añadir sal y pimienta. Finalmente, la mezcla se monta con aceite de oliva y se guarda en tarros. Aguanta más de una semana en la nevera. La pasta se puede comer con rebanadas de pan tostado y acompañada de una manzanilla de Sanlúcar, que se caracteriza igualmente por ese sabor peculiar entre fresco y salino.

La costumbre salina está muy arraigada en lugares como Sicilia y Cerdeña. En la primera de estas islas, los quesos Ricotta o Pecorino nadan en abundancia de sal, lo que los hace muy adecuados para combinar con las pastas, sosas por naturaleza. En Salina, una de las siete islas Eolias, las alcaparras (capperi) son los manjares más apreciados por los conocedores. La producción es muy limitada y se lleva a cabo mediante un largo y cuidado proceso arcaico de salmuera, el tinedde, por medio del cual se evita el florecimiento del fruto. Probablemente no exista en todo el mundo un producto que acumule más mérito para figurar dentro de los alimentos considerados «slow food». Y no existe, desde luego, una alcaparra más mimada.