Hacía un rato que en el Congreso ya no estaba «quieto todo el mundo». Habían pasado horas desde la orden tajante de Antonio Tejero Molina después de interrumpir, pistola en mano, la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo y no acababa de aparecer la autoridad -«militar, por supuesto»- cuya presencia habían anunciado las fuerzas de ocupación. Luis Vega Escandón, diputado por Asturias de la Unión de Centro Democrático (UCD), se retiró a las últimas filas del hemiciclo y trabó conversación con un guardia civil «muy atento» que le trajo el último café que quedaba. «Me sacó fotos de su mujer y sus dos hijos. ¿Qué estarán pensando en mi casa?, me dijo. No me han dado tiempo a llamar y esto no estaba previsto». Aquel momento de intimidad en el que secuestrador y secuestrado comparten la angustia, el miedo y la sorpresa pone ante el espejo al 23-F, el intento de golpe de Estado del que se cumplirán treinta años el próximo miércoles y que en su primer momento, en el escenario principal de la asonada, no entendieron ni los asaltantes que obedecían órdenes ni los asaltados, que si en parte sabían o intuían lo que se preparaba, tal vez no imaginaban que se iba a hacer a tiros. «Mi general, lo que yo quisiera», dijo Tejero de forma muy reveladora durante el juicio de Campamento, «es que alguien me explicara el 23-F».

Con tres décadas enteras de distancia, la intentona golpista sigue dando tinta para llenar papel. Destacados asturianos que lo vivieron de cerca, o directamente desde dentro del hemiciclo, no descartan las maniobras conspirativas o el conocimiento previo de una parte de la clase política española, pero hoy consideran «impensable» que un Congreso secuestrado a punta de pistola pudiese haber llegado a votar un Gobierno legítimo y perdurable como pretendían los que patrocinaban aquella «operación De Gaulle» con el general Alfonso Armada al frente de un Gobierno de concentración. Pudo haber movimientos involucionistas con cierta complicidad política antes del golpe, aceptan, pero «la generalidad de quienes estábamos en el Congreso no vimos en ningún momento el golpe como otra cosa que lo que era, un golpe, sin participar de conocimiento alguno de otra cosa, maniobra o conjura. Por eso estoy seguro de que los diputados jamás hubiéramos votado al general Armada en una supuesta investidura inconstitucional y bajo chantaje». La frase es propiedad de Pedro de Silva, ex presidente del Principado y aquel día diputado socialista en el Congreso. Aquella hipótesis, según su criterio, es «sencillamente impensable. Las maniobras subterráneas o actitudes equívocas que haya habido, y que sin duda hubo, nada tenían que ver con la generalidad de los diputados, que sin duda alguna habrían tenido el coraje y la dignidad de rechazar semejante apaño».

De la salida a la francesa, imitando el proceso que llevó al general Charles de Gaulle a la presidencia de la V República en medio de la ingobernabilidad creada por la guerra de Argelia, tampoco supo nada Vega Escandón, que era uno de los fundadores de su partido y estaba bien situado, afirma, para saber de movimientos de todo tipo. «Lo oí después del golpe, pero no antes. Está claro que había una conspiración, ignoro de cuántos aparte de Tejero, y pudo ser que se hubieran querido añadir miembros de algún partido, pero, en todo caso, tan oculta que no trascendió antes del golpe». Su afirmación viene al hilo de la tesis que el periodista Jesús Palacios, entre otros, sostiene en el último libro publicado sobre la intentona golpista y que la retrata como un golpe urdido desde dentro del sistema para poner a salvo a la Monarquía con pleno conocimiento de la propia Monarquía. «No tengo al Rey por tonto», opone Vega, «tenía que saber lo que podía ocurrirle a él mismo si se hubiese montado en un plan de este tipo y el intento acabara fracasando».

Para cuando Vega comentaba la jugada en el Congreso con aquel guardia civil, pasado el tiempo en el que «no podíamos hablar unos con otros» y él también se tiró al suelo pero viendo la escena -«mi compañero de al lado, un gallego, era bastante grueso»- seguramente Armada ya había intentado entrar y Tejero se lo había impedido. En el Gobierno de concentración había socialistas y comunistas y por ahí no pasaba el teniente coronel de la Guardia Civil. Nadie le había explicado lo que iba a pasar y Pedro De Silva, que analiza el golpe en un capítulo de su libro sobre la transición -«Las fuerzas del cambio»-, tiene su propia teoría. Tejero, afirma el ex presidente del Principado, «era una pieza, la más brutal, pero una pieza al fin, que no conocía la complejidad del mecanismo completo». El golpe, dice su versión, fue en realidad «uno y trino. Uno que con extraordinaria astucia reaprovechaba la fuerza de varios golpes en preparación y los ponía al servicio de un objetivo de transformación involutiva del sistema». Y aquel Ejército no era por definición golpista, sostiene. «Franco había erradicado el virus del golpismo (contra él). Por eso a los militares franquistas (casi todos) les costaba dar el paso y la prueba es el 23-F, que fracasa por la indecisión del Ejército». A su juicio, sólo el Rey podría haberlo movido. «Pero el Rey, a la precisa hora que salió a escena, dijo lo contrario». El mensaje se emitió pasada la una y cuarto de la mañana.

Aquel día de febrero, el entonces general José Antonio Sáenz de Santa María Tinturé, gijonés, fallecido en 2003, era el director de la Policía Nacional y, sin saberlo en absoluto, el único asturiano en la lista del Gobierno de Armada, con la cartera de «Autonomías y regiones». Su hijo le llamó desde Oviedo «en torno a las seis y media de la tarde con un poco de cachondeo».

-¿Otra vez Tejero?

El teniente coronel «era una cruz que tenía mi padre» desde que fue su superior cuando Tejero, siempre díscolo, ejercía en la Comandancia de la Guardia Civil en Guipúzcoa. El cachondeo se acabó con la respuesta lacónica de Sáenz de Santa María padre desde su despacho: «No te rías, José Antonio, que tengo un tanque apuntando a la puerta de mi cuartel de Valencia». El capitán general de la III Región Militar, Jaime Milans del Bosch, acababa de sacar los tanques a la calle. El veterano militar gijonés acordonó el Congreso con las fuerzas policiales antes de saber hacia dónde soplaba el viento en la oficialidad del Ejército y fue, afirma ahora su hijo, «uno de los cuatro militares que aquella noche se jugaron la carrera y pararon el golpe. Los otros fueron Aramburu Topete -director de la Guardia Civil-, Quintana Lacaci -capitán general de la Región Militar de Madrid- y Gabeiras Montero, jefe de Estado Mayor del Ejército».

Pasó la noche sin dormir, llamando por teléfono cada cuarto de hora, con la televisión y la radio encendidas y preparado para huir a Portugal, pensaba, en cualquier momento. «Fue una noche tremenda». A toro pasado, evoca algunas conversaciones con su padre que dan para una teoría propia. «Fue la confluencia de dos golpes cruzados, el duro de Milans y Tejero, y la vertiente política de Armada». «Y por diálogos con mi padre, me consta que el Rey no tuvo nada que ver. De hecho, a las seis de la tarde estaba jugando al tenis con Manolo Santana y al enterarse hasta quiso salir en televisión vestido de tenista». Tal vez la explicación, la suya, esté dentro de lo que siempre decía el veterano militar sobre la aplicación castrense del principio de Arquímedes: «Todo militar sumergido en la lectura del "Alcázar" experimenta un impulso salvador de la patria inversamente proporcional al tiempo que le queda para el retiro».

En otro punto de Madrid, en Chamartín, el hoy arzobispo emérito de Oviedo, Gabino Díaz Merchán, estaba a punto de ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal. Era lunes y había concluido la primera reunión para buscarle un sustituto a Vicente Enrique y Tarancón. Casi al acabar la sesión, «algún obispo oyó por la radio la noticia de que habían entrado en el Congreso unos terroristas vestidos de guardias civiles, la información era muy confusa». La ciudad estaba insólitamente tranquila cuando el entonces arzobispo de Oviedo condujo «hasta la casa de mi hermana», donde supo que aquello era «una revuelta de unos cuantos militares y no prosperaba». «Nunca creí que pudiera llegar a fraguar, tal vez por ignorancia. Nunca dudé de que el Rey no lo apoyaba», asegura.

Al día siguiente, 24, la primera rueda de prensa como presidente de la Conferencia Episcopal fue una nube de micrófonos que asaltó a Díaz Merchán en un descanso de la asamblea, cuando aún no habían salido todos los diputados del Congreso. El arzobispo emérito reacciona contra toda falta de diligencia en la respuesta de la Iglesia. «Lo primero que hicimos antes de pasar a la elección fue leer un texto que se había aprobado por unanimidad, que Radio Nacional emitió en directo y en el que la Conferencia se ponía del lado del Rey y la Constitución».

El «ruido de sables» que al decir de muchos atronaba en la España de 1981 no era tal, al menos en lo que directamente pudo percibir el coronel Rafael González Crespo, ex delegado de Defensa en Asturias, director de la residencia militar Coronel Gallegos de Gijón y aquel 23-F capitán en Santander. Se llevó en el primer momento una «sorpresa absoluta», que recuerda asociada a una creciente «intranquilidad» y a una pregunta: «¿Otra vez en este lío?». González Crespo se refería para sí a la «implicación política que tanto había perjudicado a las Fuerzas Armadas en los siglos XIX y XX» y que amenazaba con reproducirse.

Cierto que el Ejército estaba preocupado, «había bajas y atentados casi todos los días», pero la inclinación golpista distaba mucho de la unanimidad: «Los cuarteles de aquella época los mandaban el coronel y los capitanes, que ya no éramos hijos del franquismo y ya sabíamos lo que queríamos». «El Rey y la Constitución». En Santander, aquella noche, «los soldados se fueron a dormir tras el mensaje del Rey».

Pero si el descontento militar tenía a alguien enfilado era a Manuel Gutiérrez Mellado, general y vicepresidente del Gobierno, que fue uno de los que aquella noche «dignificó a la profesión quedándose de pie» en el banco azul del Congreso entre los disparos de los guardias civiles. «Tuve la oportunidad de conocerle», sigue Rafael González Crespo, «y con él me habría tirado de un quinto piso si me lo hubiese mandado».

Gutiérrez Mellado se quedó de pie como el presidente, Adolfo Suárez, y Santiago Carrillo. El resto del hemiciclo reaccionó a los tiros echando cuerpo a tierra. «Como conejos», asegura el filósofo Gustavo Bueno, que recuerda de aquella noche «una sensación de ridículo» al presenciar aquella imagen. «Entiendo que había que salvar el pellejo, pero objetivamente era ridículo». Y todos a la vez: «No estuvieron a la altura», asegura, y demostraron «no tener individualidad ni personalidad propia».

Un sobrino al otro lado

Al día siguiente del 23-F, ya liberado, Luis Vega Escandón anotó en el anecdotario del día a su sobrino Pedro al saber que había formado parte de la fuerza que lo había mantenido secuestrado en el Congreso. «Fue uno de los que salieron por la ventana a las seis de la mañana». Era guardia civil de Tráfico y «si un teniente coronel te dice que lo sigas, lo sigues. Mucha gente no sabía absolutamente nada de adónde iba». Bien avanzada la noche, además, él se negó a orinar a punta de pistola y todos, por la mañana, rechazaron la leche que se les ofrecía para desayunar.

¿Dónde estaban?

A Pedro de Silva le queda, sobre todo, «el recuerdo de los más valientes», los impertérritos ante los disparos, pero también Rodolfo Martín Villa, cuenta, quien «sentado en el banco azul, sin duda para minar la moral de la tropa, preguntaba a un guardia bien armado si ya había hablado con su familia para decirle que de allí saldría a prisión para cumplir treinta años».

«Me impresionó el valor», sigue el ex presidente del Principado, «de dos personas que ya habían renunciado a su escaño y volvieron al Congreso, el ex portavoz de UCD, Antonio Jiménez Blanco, y el diputado socialista José Vida Soria, que viajó desde su casa en Granada con un pequeño maletín, supongo que con la ropa y los útiles de aseo para ir a prisión, que era en aquel momento el destino más favorable de los que se veían como posibles».