Bob Dylan, famoso cantautor de la ya algo remota y entrañable era de la canción-protesta, anda estos días de gira por China tras aceptar sumisamente la censura que le impusieron los herederos de Mao. Fueron estos últimos los encargados de elegir las canciones que podría o no cantar: una exigencia que ni siquiera Franco se atrevió a imponer a los «Beatles» -gentes entonces melenudas y poco edificantes- cuando actuaron en España allá por los años sesenta.

Los tiempos están cambiando, sin duda. Tanto es así que, a sugerencia de la autoridad competente, Dylan no ha dudado en suprimir de su repertorio el popularísimo tema de ese título -«The Times Are A-Changin»- en el que alude a los cambios que inevitablemente traerá consigo el «desvanecimiento» del orden. Nada partidarios de que cambien los tiempos -o cualquier otra cosa-, los jerarcas de la República Popular China llamaron al orden a Dylan y, por lo que se ve, el norteamericano se mostró sensible a sus deseos. Además de renunciar a dar el cante en Pekín y Shanghai con la mentada canción, el antiguo trovador rebelde consintió también que le prohibiesen la no menos famosa «Blowing in The Wind», lo que no deja de ser lógico. A fin de cuentas, se trata de un poema contra la guerra que los dirigentes de China habrán de encontrar por fuerza inapropiado a pesar de la declarada ideología pacifista del régimen.

Sorprende, si acaso, que Dylan no llenase el Estadio de los Trabajadores elegido para su debut en Pekín; pero todo tiene su explicación. Se conoce que los trabajadores estaban trabajando sus doce horas diarias de reglamento para abastecer de productos al pérfido Occidente capitalista y, como es lógico, no les quedó tiempo -ni dinero, dados los sueldos- para escuchar canciones contra el capitalismo. A cambio, eso sí, Dylan contó con el apoyo entusiasta de dos mil funcionarios del Ministerio de Cultura de Mao que, en compañía de sus familiares, pudieron disfrutar -gratis total- del concierto de su antiguo enemigo imperialista.

Puede que el comportamiento de Dylan haya decepcionado a algunos de sus viejos seguidores y, por supuesto, a los deportistas y otras gentes de bien que en el año 2008 boicotearon los Juegos Olímpicos de Pekín bajo el eslogan: «Con los derechos humanos no se juega». Tampoco hay que exagerar. El cantautor de Minnesota había destacado hasta ahora por su defensa de esos derechos, pero lo cierto es que no se le puede calificar exactamente de revolucionario. Se confunde a menudo la extravagancia con la protesta contra el orden establecido: y de ahí derivan ciertos malentendidos enojosos como el que se produjo cuando hace quince años cantó para el nada liberal Papa Juan Pablo II. Y por qué no.

A Dylan le basta para justificarse con su enorme talento de compositor, pero tal vez ocurra que sus fans se hayan empeñado en convertirlo en otra cosa. Premio «Pulitzer» honorario y pertinaz candidato al Nobel de Literatura, difícilmente se le podrá etiquetar de militante antisistema como, al parecer, exigen ahora los críticos de su gira por China. De hecho, los textos de sus canciones abundan -como las cuartetas de Nostradamus- en elipsis y dobles sentidos que, si acaso, las harían idóneas para hippies, místicos y lectores de Hermann Hesse. Nada que pueda derribar a un sistema fascista o comunista, por más que los escrúpulos -algo excesivos- de los pragmáticos herederos de Mao hagan pensar lo contrario.

Simplemente, Dylan se ha limitado a imitar el ejemplo de miles de empresas occidentales que se benefician del comercio con China a cambio de ignorar los abusos que el régimen perpetra con su población -y la del Tíbet- en materia de derechos civiles, laborales o de cualquier otro orden. Al final va a ser que llevaba razón cuando decía que los tiempos están cambiando. Aunque sea a peor.