Oviedo, Elvira BOBO

Benito Nogueiras nunca pensó que el generoso acto de donar sangre pudiera salvarle la vida. Pero, de alguna manera, así fue. Este minero sierense recibió a los 33 años una carta de la Cruz Roja con los resultados de su analítica. Saltó la alarma. Era septiembre de 1993 cuando le diagnosticaron leucemia mieloide crónica y un año después, en abril de 1995, recibía una donación de médula ósea de su hermana menor, Isabel, convirtiéndose en el primer caso en Asturias de trasplante alogénico -así se denomina a los trasplantes con donante-. Ahora vive en Pola de Siero y está completamente curado aunque «es una experiencia que no se olvida nunca y tengo secuelas del rechazo». Benito tuvo suerte: «Si no hubiera sido donante, no sé qué hubiera pasado», confiesa, porque los primeros síntomas de cansancio, sueño y malestar no le hubieran alarmado. El diagnóstico cortó la vida de Benito que recuerda cómo «cuesta trabajo asumir el jarro de agua fría de pensar que tienes los días contados, pero te mentalizas».

Desde el diagnóstico pasó un año en tratamiento esperando el momento adecuado para el trasplante. Sus cuatro hermanos se hicieron las pruebas, pero sólo Isabel, menor que él, era compatible. Y no lo dudó: se metió en quirófano para que le extrajeran médula de la cadera -una técnica más agresiva que las que se emplean en la actualidad- y aguantó los nervios para ayudar a su hermano, que a esas alturas llevaba ya en su cuerpo muchas sesiones de quimioterapia y radioterapia. «Me asaron como un pollo, tengo fotos en que estoy negro, pero valió la pena porque hoy estoy aquí». Las posibilidades de éxito que barajaban los médicos eran de un cincuenta por ciento, pero Benito se agarró a ellas con fuerza: «Era joven y tenía ganas de vivir. Mientras hay una lucecina al final del túnel merece la pena, hubiera luchado aunque sólo hubiera habido una posibilidad». La vitalidad que desprende ha sido, sin duda, parte de la terapia, y es que, según él «hay muchas personas que no salen adelante por no asumirlo».

El trasplante en sí, recuerda, no fue molesto: «Te lo ponen por vena en bolsas como las de sangre. Luego a los pocos días te empiezas a sentir mal y eso es que funciona». Benito estuvo ingresado 46 días y después acudió diariamente durante 4 meses al hospital. Fueron años duros, «no me sentía bien en ningún sitio, me temblaban las manos, no tenía fuerza y tomaba muchísima medicación». Luego «me fui liberando, ahora compré unas ovejas, me entretengo, pienso en otras cosas», comenta. Para los dos hijos de Benito la experiencia de su padre supuso una gran lección: cuando cumplieron la mayoría de edad se hicieron donantes, no sólo de sangre, sino de médula y de órganos. Tenían la experiencia cerca y, además, su abuela, la madre de Benito, falleció hace cinco años a causa de la misma enfermedad.

«La vida no se acaba con el cáncer», exclama Benito. En su caso es verdad: está curado. Tiene que dar las gracias a la imprescindible generosidad de su familia, pero sobre todo no puede olvidarse de las «maravillosas personas del equipo de hematología de Oviedo». Es consciente de que fue el primero y «quizá me tenían entre algodones, pero cuando voy ahora veo que siguen haciendo lo mismo». Las doctoras Rayón y Carrera «se sentaban a charlar conmigo como si no tuvieran otra cosa que hacer; eso no se olvida jamás», recuerda emocionado.