En Inglaterra y Estados Unidos, prácticamente los únicos países que no han padecido sistemas totalitarios, se produjo, a lo largo del siglo XX una literatura que, al tiempo que es advertencia, manifiesta una severa preocupación por el totalitarismo. No son utopías en el sentido clásico, sino novelas de planteamiento realista aunque lo que refieren no haya sucedido, pero lo inquietante es que puede suceder e incluso sucedió en algunos casos. Por ejemplo, «El talón de hierro», de Jack London, novela publicada en 1907, en principio una arremetida contra el capitalismo, describe un sistema muy parecido al nacionalsocialismo hitleriano incluso en detalles muy precisos, aunque, como es sabido, Hitler no alcanzó el poder hasta 1933. O bien, «La máquina del tiempo», el famoso relato de ciencia ficción de H. G. Wells, podría leerse como una atroz ironía de algo como la sociedad del bienestar, que no se preveía en el momento de su publicación. Pero viene a decirnos Wells, si un grupo no trabaja, otro grupo debe trabajar por él, y, lo que es peor, alimentarse...

No es este tipo de literatura la que más me interesa como lector. Pero no dejaré de recomendarla. Ya me he referido a ella en artículos anteriores, pues considero que su lectura es muy conveniente, pese a que tengo el firme convencimiento de que no se deben buscar enseñanzas en la literatura. No obstante, ninguna persona interesada por el rumbo que lleva nuestra época debería dejar de leer novelas como «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, «Rebelión en la granja» y «1984», de George Orwell, o «El aeródromo», de Rex Warner. Aunque publicadas todas ellas hace más de medio siglo son aleccionadoras, y al tiempo que defienden la privacidad y la libertad individual frente a los colectivismos, nos revelan que el individuo es muy débil ante la tentación totalitaria. De hecho, la terrible parábola de «1984» proporcionó -¿de manera inconsciente?- el título a un popular programa televisivo, «Gran hermano», cuyo objetivo evidente es abolir la privacidad. No deberemos hablar de «obras proféticas» al referirnos a estas novelas: pero si describen situaciones totalitarias con tanta precisión e inquietud antes de que se hayan producido es porque esa amenaza está en el ambiente.

No hace falta pasar del capítulo 2 de «El aeródromo» de Rex Warner para darnos cuenta de que se trata de una novela mala: la confesión del rector escuchada por su hijastro es de una torpeza técnica clamorosa. Sin embargo, es una novela simpática, en la que se opone la vida turbulenta y desordenada de la aldea a la glacial eficacia científica del aeródromo, claras metáforas de la democracia y del fascismo. Los habitantes de la aldea son víctimas de sus pasiones, borrachos y poco de fiar, pero Warner, si bien como novelista es mediocre, tiene las ideas claras, y nos conduce a que prefiramos la imperfección e incluso la mezquindad del pueblo a la disciplina uniformidad del Estado colectivista representada por el aeródromo. Como señala Anthony Burgess en el prólogo, así es la vida, imperfecta e informe, pero también excitante y aventurera, mientras la tecnología y el colectivismo del aeródromo son la negación de la vida. En ese sentido, el libro es optimista. Pero no acaba la advertencia ahí, porque sabemos, deberíamos saber, que los pueblos están expuestos a ser dominados por el aeródromo.