El infinito es un concepto que ha sobrecogido a la humanidad desde las civilizaciones primitivas. La posibilidad de que exista un número inalcanzable se ha considerado un asunto de dioses, un conocimiento vetado para los hombres, que sólo podían intuirlo. Sin embargo, los matemáticos manejan el infinito con la pasmosa naturalidad con que el resto afrontamos una suma aritmética. Y aunque les choque, existen diferentes grados de infinito.

Las primeras metáforas para expresar algo incalculable pasaban por señalar el número de gotas de agua en el océano, o granos de arena en el desierto. Sin embargo, no se trata de números demasiado apabullantes frente al que fue considerado el número mayor establecido: el «googol», palabra de la que deriva el nombre del célebre buscador Google. Lo definió en 1938 el matemático Edward Kastner, para enseñar a su sobrino a manipular números grandes. Un googol equivale a 10100: un uno seguido de cien ceros. Es tan elevado que no existe nada en el universo en esa cantidad. Ni siquiera contando todas las partículas existentes en el cosmos se alcanzaría tan apabullante cifra. Con un cálculo se puede estimar que en el Mediterráneo hay unas 1024 gotas de agua. En el Sáhara puede haber unos 1021 granos de arena. Esas cantidades serían ínfimas e irrelevantes en comparación con el googol.

No se crean que la manía por los números enormes es moderna. En la antigua India surgió una especie de fiebre por poner nombre a números elevados, relacionados con la mística budista. Así, el «dhvajagrinishamani» equivale a 10145, una cifra bastante superior a un googol.

Quizás la venganza del propio Kastner para garantizar que él había denominado el número mayor fue inventar el googolplex: un uno seguido de un googol de ceros. Tal cantidad resulta inimaginable al no existir comparación posible. Pero aun así, existe una infinidad de números mayores, aunque para ellos no tengamos siquiera nombre.