Y entonces el atribulado padre de familia esquiva y marido cornudo de una mujer en coma echa a correr por la calle en pantalón corto y camiseta con paso patoso por culpa de las sandalias y su desesperación al ir en busca de respuestas es conmovedoramente ridícula. Su tragedia está tiznada por sus grotescos andares de verano perpetuo en Hawai, el paraíso infernal donde vive. Es un momento que define, sin subrayados innecesarios que enturbien el estilo de un director poco dado a los excesos, la esencia de una película que, como ya ocurría en Entre copas, navega entre dos aguas (humor y dolor) con una habilidad nada impostada, con un marchamo de autenticidad que cuesta encontrar en el Hollywood actual. Y tiene doble mérito porque al frente del reparto está una estrella como George Clooney, que deja de lado sus galanuras (no es la primera vez que lo hace, a quién le puede extrañar su admirable compromiso) para encarnar a un hombre extraño, muy extraño, que vive austeramente sin necesidad, que ama a su mujer sin darse cuenta de que ésta estaba a punto de abandonarlo, que hace lo que puede con sus hijas para educarlas (con resultados calamitosos) y que se debate entre la necesidad de vender unas tierras paradisiacas para corromperlas (a beneficio de la familia) o resistirse para que ese legado natural siga perteneciendo a los ciudadanos.

El hilo argumental es, pues, lo de menos. El mérito de Los descendientes, sólo nublado en algunos momentos de humor un tanto forzado, como la reacción violenta del suegro de Clooney con el novio de la nieta, un plasta indolente de mucho cuidado, está en la sutileza con la que encadena emociones comunes a todos nosotros pero singularizadas en unos personajes que no sabes nunca por dónde van a tirar. Las relaciones de Clooney con sus hijas, sobre todo con su resentida hija mayor, la reacción de furia del marido al enterarse de la infidelidad de su mujer en coma irreversible, echándole una bronca dolorida en la habitación del hospital, el llanto escondido bajo el agua de una piscina cubierta de hojas muertas o la conversación tensa y quejumbrosa con el amante rescatan a Los descendientes de cualquier tentación de mostrarse condescendiente con sus personajes, a los que dibuja como gente corriente cargada de debilidades, contradicciones, heridas y reproches mutuos. En ese laberinto de sensaciones que huelen a fracaso, y que a la postre encuentran en el último adiós a un ser querido y en el fondo desconocido un motivo para seguir viviendo y seguir amando y seguir creyendo, hay momentos tan admirables como cierto beso robado en el porche de una casa o ese rotundo, desgarrador e inolvidable primer plano en el que Clooney pronuncia las palabras más importantes de su tragicómica vida.