«Las rutinas están bien, siempre que no se conviertan en una rutina», me dice un amigo al que no veía desde hace años. En mi caso no hay ese peligro, pienso. Cada día es una caja de sorpresas. Abro los ojos y, de las dieciséis o dieciocho horas que me aguardan hasta que vuelva a cerrarlos, sólo tres o cuatro están más o menos previstas en mi agenda (y sujetas, como todo lo humano, a imprevista variación). El resto queda al albur, sometido a la decisión de mi guionista favorito: el azar. Nunca sé si el día que me espera será selva o jardín, o las dos cosas al mismo tiempo.

Tengo muchas rutinas, pero nada rutinarias. Cada una de ellas es una fruta que no me canso de saborear. Incluso el aburrimiento, el no hacer nada, el apagar la música, cerrar el libro, mirar pasar las nubes, o ni siquiera eso: tratar de poner la mente en blanco y sólo conseguir que se llene de negros nubarrones.

Pienso entonces que no me he equivocado en nada, sino en las dos o tres cosas verdaderamente importantes. Y me lleno de desesperación.

Desesperarme es también una de mis costumbres, como fracasar en el amor. Juego a ser el más infortunado de los hombres. Y lo soy de verdad durante un rato, un largo rato: diez, quince minutos, a veces incluso media hora. Luego caigo en la cuenta de que era sólo un juego y disfruto doblemente con todo lo que tengo al alcance de mi mano.

Algún día dejará de ser un juego, pero mientras tanto?

Realmente parece que, como país, andamos algo bajos de autoestima. «¿A fin de cuentas cuáles son las dos grandes aportaciones de España a la cultura occidental?», escucho en el Caffè di Roma (reconozco la voz, es un colega de la Universidad) y la pregunta retórica me trae a la memoria las polémicas del siglo XVIII. «¡La siesta y el botellón!»

Antes de que comience la función, una voz indica que estamos de aniversario. Tal día como hoy, hace ciento veinte años, en 1892, se inauguró este teatro. Clarín, aquel verano, estuvo en Salinas y luego en Gijón. Trabajaba poco, paseaba por la playa, no podía dejar de pensar en el ministro de Educación de la época. Resulta que un reciente decreto había suprimido la enseñanza universitaria de la Filosofía del Derecho, con lo que Giner de los Ríos se quedaba sin cátedra. En carta del 24 de agosto le escribe: «El otro día, yendo solo por la playa, me eché a reír de mí mismo, porque me sorprendí irritado de veras y apostrofando al ministro en voz alta y hasta con palabras malsonantes». A mediados del mes siguiente vuelve a Oviedo para asistir a la inauguración de un teatro del que se siente orgulloso; no en vano él fue quien propuso el nombre de teatro Campoamor cuando era concejal.

Me aburro con «Werther», de Massenet, y pienso en Leopoldo Alas escuchando en este mismo espacio «Los Hugonotes», de Meyerbeer, otro 17 de septiembre. Como la historia que se nos cuenta es simplonamente consabida, dejo pronto de seguirla y me distraigo con la música y con mis pensamientos.

Soy un conservador, qué le vamos a hacer (aunque sólo de lo que merece la pena ser conservado), y me alegra comprobar que cuando todo cambia tan rápidamente hay tradiciones que permanecen.

También soy un poco megalómano y por eso, cuando dialogo con mis amigos más jóvenes, pongo en cuestión ideas comúnmente aceptadas o logro introducir alguna duda entre presuntas evidencias, me siento un Sócrates o un Voltaire. Y cuando salgo del teatro pensando en la clase de mañana a primera hora y en el artículo que he de escribir luego arremetiendo contra un disparatado libro, me siento otro Clarín.

Sócrates, Voltaire, Clarín, no importa si en miniatura o en versión microscópica, eso es lo que me gusta ser. Cada uno escoge a los maestros a los que quiere parecerse. Yo he escogido a esos tres.

Siempre que quedo citado con alguien, llevo un libro, por si se retrasa. Hoy no lo he hecho y, como no puedo estar sin hacer nada, aprovecho esos minutos para garabatear algunas ocurrencias.

¿Qué acierto puede haber en una vida sin ningún error?

Era completamente previsible. Siempre salía por donde menos se esperaba.

No siempre al perder a un amigo se pierde a un amigo. (Espero que ningún malpensado piense que estoy pensando en Felipe Benítez Reyes al pensar esto).

Hay una edad en que a uno le interesan muy pocas cosas, y esas pocas le interesan más bien poco.

Qué poco conocemos a quien mejor conocemos.

En lo que llamamos realidad hay dos o tres miligramos de verdad y varios kilos de fantasía.

Recuerdo muy bien la primera vez que escuché hablar a Santiago Carrillo. Fue el 30 de abril de 1977, en la plaza de toros de Gijón. No se me ha olvidado la emoción de aquel día. Era el primer mitin del Partido Comunista, legalizado hacía muy poco, tras la Guerra Civil. Había muchos jóvenes, pero también bastantes ancianos que se abrazaban llorando. Comenzó a hablar Carrillo y su tono era didáctico, nada mitinero, casi de maestro de escuela. Lo que decía no era lo que se esperaba. Y hubo un momento en que comenzaron las protestas. Costó que los aplausos acallaran aquellos abucheos. Carrillo hablaba de la necesidad de aceptar la bandera roja y gualda. La plaza estaba llena de banderas republicanas. Los que las portaban las alzaban entre gritos. Pero Carrillo siguió hablando y alguien a su lado enarboló la bandera que muchos identificaban con los cuartelillos de la Guardia Civil y la represión y las palizas. «Camaradas -dijo-, desde ahora esta bandera deja de ser la bandera franquista para ser la bandera de todos, la bandera de España». Unos instantes de silencio que parecieron durar una eternidad. «Tiene valor este tío -pensé yo-, se la está jugando». Luego unos tibios aplausos.

Fuera de la plaza no había desaparecido el miedo. Los mayores escondían las banderas rojas, se guardaban las insignias con la hoz y el martillo. Temían provocar. Temían volver a la cárcel. Todos éramos conscientes de haber vivido un momento histórico. Y yo pensaba en la paradoja de que hubiera sido un «sanguinario rojo» (hacía poco que Manuel Fraga había declarado: «Si yo permitiera volver a España a Carrillo y a la Pasionaria, no habría Policía suficiente para protegerlos de la ira de los españoles») el que con aquel cambio de bandera -casi un juego de manos- hubiera apuntalado la tambaleante monarquía.

Cuando tardo en dormirme, me gusta pensar en cuál sería para mí un mundo perfecto, me gusta fantasear utopías. Hoy se me ocurre imaginar un mundo de robots casi humanos. Los amigos te acompañan siempre que los necesitas, y cuando no, desaparecen. Lo mismo las o los amantes, según las preferencias de cada uno. Tú puedes estar de mal humor, pero los demás no, los demás siempre están sonrientes. Nunca discuten. Siempre hacen lo que tú quieres. Hay mayordomos pluscuamperfectos, como el David de la película «Prometheus», que se encargan de todos los pequeños detalles de la vida cotidiana.

Vivir solo es aburrido, pero vivir rodeado de seres humanos es un fastidio. Son caprichosos, incomprensibles, hoy te admiran y mañana no te aguantan, siempre tienes que andar templando gaitas con ellos. Una lata. Mejor estar rodeado de prodigiosos robots que hacen todo lo que pueden hacer los seres humanos: escucharte, comprenderte, acariciarte, mimarte, adularte, y que jamás se cansan de hacerlo.

Me gustaría vivir en un mundo en el que yo pudiera cansarme de cualquiera, pero en el que nadie pudiera cansarse de mí. Un mundo en el que satisfacer todos mis caprichos sin que nadie se ofendiera. Un mundo en el que siempre se rieran mis gracias.

Pero no sé si ese mundo resultaría tan apetecible como ahora me parece. En cualquier caso, resulta una fantasía agradable para antes de dormirme. ¡Vivir en un mundo en el que todo el mundo está a tu servicio y nadie puede hacerte daño! Y algo todavía mejor: un mundo en el que a nadie puedes hacer daño por muy torpe y desconsiderado que te muestres con la gente que quieres. Los robots ni sienten ni padecen. No te hacen sentir esta mala conciencia que yo siento y que me impide dormir.

«¿Qué te pareció el puñetazo del rey en la mesa? ¡Van a saber esos catalanes lo que es bueno!», me dice un amigo en la tertulia. Y yo, que últimamente no quiero meterme en política, le respondo que me ha divertido verlo citar la fábula de Iriarte que aprendí en la escuela: «Por entre unas matas, / seguido de perros / (no diré corría), / volaba un conejo». El conejo de la independencia, pienso yo malicioso; y como no nos movamos con algo más de habilidad política que la que demuestra esa carta, me temo que no habrá galgos ni podencos que logren darle alcance antes de que llegue a la meta.

La fábula «Los dos conejos» lleva al frente la moraleja: «No debemos detenernos en cuestiones frívolas, olvidando el asunto principal». ¿Cuestión frívola? Sospecho que lo único frívolo es considerar frívolo un asunto tan potencialmente explosivo.

Con la bien intencionada carta, se ha hecho aparecer al rey como rey de España, pero no de Cataluña. La gente poco inteligente (me refiero a los asesores del Rey, por supuesto) suele actuar así: defiende su causa dando armas al enemigo.

A esos asesores les aconsejaría que, además de «El príncipe», leyeran «El principito», especialmente aquel capítulo en el que el protagonista llega a un asteroide habitado por un rey. Como rey, no podía ser desobedecido. «Quédate», le pide al principito. «No quiero, me voy a otro lugar». Y el rey entonces, con voz muy autoritaria: «¡Te nombro embajador!».