Frank Gehry habla claro y con gestos inequívocos. A las pocas horas de su llegada a Oviedo para recoger el premio "Príncipe de Asturias" de las Artes de este año, fatigado del viaje, como luego se disculparía, mostró una expresividad inusual entre los galardonados. El humor amable con el que accedió a la sala donde se desarrollaría la rueda de prensa se trocó en un semblante molesto, acompañado del dedo corazón de su mano derecha levantado en un signo universal, de honda raíz clásica, que no remite a nada bueno. Era la forma silenciosa y rotunda de contestar a quienes consideran que su obra, marcada por la inquietud continua del autor y poco complaciente, forma parte de lo que se llama la "arquitectura espectáculo". A partir de ahí se desató un Gehry radical, para el que "el 98% de los edificios que se construyen son pura mierda. No hay sentido del diseño, ni respeto por la humanidad, por el juicio, por nada. Son malditos edificios y ya está". El arquitecto, cuyo lenguaje destruye el equilibrio clásico de su disciplina, muestra el hartazgo ante un interés mediático excesivo hacia construcciones que no dejan indiferente. "De vez en cuando hay unas pocas personas que hacen algo especial. Cuando eso ocurre sólo se nos pregunta si resulta relevante desde el punto de vista social o si está bien construirlo o no. ¡Déjenos en paz¡ Nos limitamos a hacer nuestro trabajo. No busco proyectos ni estoy esperando a que me llamen".

El Museo Guggeheim de Bilbao, "una obra muy temprana en mi trayectoria europea", es la prueba de lo que él llama el "poder de la arquitectura", la demostración de cómo "los edificios pueden marcar la diferencia". Expuso entonces lo que bien puede considerarse un contraejemplo de la "arquitectura espectáculo". "Construimos un museo con un presupuesto muy modesto, 80 millones de euros en el 97, y el beneficio de ello ha sido tremendo. No se buscaba construir algo pomposo sino algo que creara una nueva relación en la comunidad y de lo que la gente se pudiera sentir orgullosa. Y funcionó". Levantar un símbolo estaba ya en la intención inicial de este arquitecto de 85 años, para quien "los edificios públicos merecen ser iconos, tienen que ser emblemáticos". Contra los excesos de planificación, Gehry defiende una urbe democrática, "lo que implica desacuerdos. Hay que aceptar cierto nivel de caos y desorganización visual en la ciudad". Lamenta la "alienación" que generan las urbes norteamericanas y alaba la "solidez y permanencia" de las europeas.

Al final, el adiós fue con la mano tendida.