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Escritor

El fuego que cambió el color del cielo

A propósito de los incendios que afectaron a Portugal, Galicia y el occidente asturiano

Cuando el pasado lunes por la mañana nos asomamos a la ventana todos sentimos un poco de miedo. La obscuridad y el cielo naranja componían un paisaje desconocido que recordaba al que habíamos visto en las películas de ciencia ficción. El sol no había salido a su hora y, por un momento, nos preguntamos si no habría llegado ya ese futuro que anuncian apocalíptico y presupone una guerra nuclear o algo parecido. Así es que luego, cuando supimos que era por el fuego, quedamos más tranquilos.

El fuego estaba arrasando el norte de Portugal, Galicia y el occidente asturiano pero aquí nos veíamos a salvo aunque hubiera que lamentar el susto de un amanecer que nos había sobrecogido porque temíamos lo peor.

Fue un alivio que aquel color del cielo se debiera al efecto del fuego. Podía haber sido algo más grave. Los incendios forestales, para la gente de las ciudades, son conmovedores, pero los vemos como una catástrofe lejana causada por algún insensato o por un loco de atar. Solemos quedarnos ahí, lamentando lo sucedido y pidiendo que caiga el peso de la ley sobre quien prendió la cerilla y la puso junto a un poco de yesca o un tronco seco. Raramente vamos más allá y nos interesamos por la verdadera raíz del problema. Empezando por quienes se empeñan en convencernos de que no hay cambio climático y siguiendo por los que dictan unas leyes que son demasiado permisivas con quienes rentabilizan la destrucción: las empresas madereras y papeleras, la especulación urbanística, la privatización de las labores contra incendios y la nula inversión en labores de prevención, control y limpieza de los bosques.

A nadie le cabe duda de que la mayoría de los incendios son provocados pero falta saber si la culpa va más allá de los que ponen la cerilla. Si también tienen su parte los que pretenden reducir el problema a una cuestión policial. Sería de una ingenuidad tremenda pensar que la policía puede resolver, por sí sola, la catástrofe de los incendios forestales. Por eso causa sonrojo que los políticos no admitan ninguna responsabilidad y culpen de los incendios a las tramas organizadas de incendiarios, llegando a plantear, incluso, que son casos de terrorismo. Verlo de esa manera solo nos lleva a banalizar dos problemas: el del terrorismo y el de los incendios.

El problema de los incendios es muy complejo, así es que dar una visión global resulta muy complicado. Hay que ir a cada sitio, a cada lugar, y ver las causas. Hay que admitir, primero, que se falla en cuanto a las medidas preventivas. Que la política forestal falla por cuanto permite sustituir los bosques tradicionales por los rentables eucaliptos, incentiva el abandono del campo por parte de los agricultores, no invierte en sistemas de vigilancia y permite recalificar los terrenos tras el efecto del fuego.

Los pirómanos son culpables, pero hay que desvelar quiénes están detrás. Quiénes se benefician de que se quemen nuestros bosques y quiénes se aprovechan del fuego. Hay que endurecer las leyes y cambiar, a fondo, la política agraria y forestal. No sería inteligente ni práctico que metieran a dos o tres pirómanos en la cárcel y todo siguiera igual. Que, pasado el susto del fuego que cambió el color del cielo, volviéramos a estar lo mismo a principios del próximo verano.

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