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Relatos de estío

El caballo ganador (y IV)

Primer premio del XIII Certamen de relato corto "Eugenio Carvajal"

Numerosos atardeceres se había arrojado a los brazos de su mujer sollozando, con los bolsillos vacíos, llenos de culpa, y esa misma noche, había cerrado la puerta sin hacer ruido, mientras los ojos de su mujer se abrían estrepitosamente.

El gesto del dependiente desenrollando una peonza para enseñársela a un cliente le sacó de su enajenamiento, haciéndole retroceder de manera refleja ante el aire familiar del gesto; la escena del cinturón deslizándose entre los enganches del pantalón para luego engancharse en su espalda llegó a ser una costumbre. El juguete seguía girando frenéticamente en una órbita interminable, como el círculo vicioso en el que se había sumido su estirpe. Su abuelo se lo hizo a su padre, éste siguió el ejemplo y ahora él se lo hacía a su hijo, con la diferencia de que él no le pegaba, simplemente no reparaba en su existencia. Ni siquiera ahora que el niño pintaba en las paredes y rompía los jarrones jugando al balón dentro de la casa, quizás deseando desesperadamente un poco de atención, por precaria que fuese: el contacto de la mano paterna aunque le hiciese daño. Él pagaba los errores de su progenitor con su único descendiente, convirtiéndose en todo lo que le había hecho daño, en todo lo que tanto odiaba. Su antecesor le usó como el caballo más débil junto al que entrenan los animales campeones, para que el más rápido y experimentado se sienta mejor y coja confianza para poder conseguir el oro. Pero no se dio cuenta de que las carreras no se ganan fustigando a otros caballos hasta conseguir su retirada; triunfar porque no hay rival, por pésima que sea la actuación propia. Éste parecía no cerciorarse de que nunca ganaría atrincherado en el sofá, rindiendo culto a la televisión con ofrendas de alcohol y restos de comida sobre su mugrienta camiseta, ni mucho menos tatuando a su hijo con la marca amoratada de la orfandad, lastimando sus costillas para hacer evidente dónde está encerrado el corazón.

Ese niño magullado perdió el control de su propio dolor e intentó retomar las riendas de su vida adulta con juegos y apuestas. Los triunfos inaugurales le sumían en un trance eufórico, las primeras apuestas fallidas, desenfadadas, le alentaban a seguir jugando. Pero esas ocasiones fueron un espejismo en el árido desierto y pronto el azar le hizo saber, mediante cuantiosas pérdidas, que podía hacerle creer que bebía agua mientras en realidad la grava le arañaba las entrañas y la arena era vallada con sus peores recuerdos, transformándola en un ruedo donde debía enfrentarse a una versión iracunda de sí mismo.

Hacía frío en la calle, casi tanto como en su interior. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta en busca de cobijo, pero se encontró con el tacto rugoso de un viejo amigo. Al principio pensó que era un pañuelo sucio o un recibo arrugado que hibernaba en su bolsillo, lo conocía siempre tan vacío que no podía creérselo. Cuando lo sacó para observarlo mejor la sangre se avivó en sus venas. Si buscaba algo de calor, lo había encontrado.

Alisó el billete lo mejor que pudo, como si fuera un tique a otra parte, su pasaporte hacia una salida triunfal del hipódromo. Pero su enfermiza sonrisa se esfumó cuando alzó la cabeza y vio el caballo, aún balanceándose, acunando una etiqueta con la misma cifra que tenía en las manos, y se preguntó si ese billete podía ser la entrada al galope hacia una vida mejor. Bajo la expectante mirada de los juguetes, estrangulaba el dinero frente al cristal.

¿Qué más daba que estuviese arrugado? A la gente le molestan las camisas arrugadas, los formularios arrugados, las caras arrugadas, pero nunca un billete sin planchar. Se debatía entre el caballo que esperaba un disparo tras la compuerta y el del escaparate, anhelante de un niño que jugando a vaqueros con su pistola le quitase de encima el peso del vacío. ¿Qué decisión era la correcta? ¿Qué apuesta era la acertada? ¿Debía volver al hipódromo y ponerlo todo sobre el lomo de un equino ahora que las patas estaban calientes o poner un plato humeante sobre la mesa, junto al caballo de madera envuelto en brillante papel de regalo a juego con los ojos de su mujer y su hijo? La adicción le zarandeaba por los hombros, recordándole que seguía teniendo el pie en el cepo; el corazón retumbaba en sus oídos en un intento desesperado de ser escuchado.

Atardecía cuando empezó a deshacer el camino andado aquella noche. Ya no apretaba ningún billete en la mano. Se lo había apostado todo a un solo caballo, a lomos del único que podría escapar. Un tesoro de piel tostada y crines ásperas, relinchando a sus peores miedos mientras pateaba el suelo, amenazándolos. Tenía que intentarlo una última vez, se había dicho frente a la puerta. Quizás una penúltima. Necesitaba saber si todo el sufrimiento y sus esfuerzos darían fruto, si de rodillas ante el río dónde ahogaba sus penas, podría batear todas aquellas noches turbias y encontrar algo de oro. Algo le decía que esta vez, había apostado por el caballo ganador.

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