En un arranque de temporada tranquilo en sus dos primeras jornadas, incluso con un pelín de esperanza, al fin una Liga sin tanto agobio final. Sorprende una nueva ocurrencia de Fernández II, después de dejar caer que el municipio se quede con Mareo. Sacar a pasear asuntos delicados, cuando no toca, es una torpeza. Es pronosticar, hablar de futuribles a diez años cuando aún se está en el corto plazo, en cuadrar un balance libre de números rojos. Dejarlo listo para su valoración por nuevos accionistas -según el propio presidente (hijo del propietario de la mayoría)- no parece muy sensato. Hipotecar un decenio para quien venga después, ¿pero de verdad se piensa en abandonar el negocio limpio de deudas? ¿Entonces por qué dejar hipotecada la fachada de El Molinón con su nombre manchado por un mero apellido comercial?

En los territorios de la Premier -allá ellos con su brexit chulesco- no están para dar lecciones. Los campos históricos no se tocan. Se bautizan con nombres de productos o servicios los recién nacidos como lo que son: centros comerciales con campo de fútbol incorporado. La NBA o la ACB ya se sabe que cambian de nombre propio y apellido cada temporada. Así vinieron al mundo del business/espectáculo deportivo. Pero los aficionados en Gijón no recuerdan sus victorias en La Guía o en la Arena con los nombre de la leche, súper o telefónica que los patrocinó. Gijón Baloncesto, ése fue el sueño de las canastas locales. La Liga de Tebas y cía. no es capaz de borrar, por mucho empeño de márketing que se ponga en ello, la denominación de las dos divisiones nacionales del fútbol español: la primera es la primera; la segunda es la segunda. Punto.

Hasta los equipos modestos saben el valor de los intangibles que alimentan las tradiciones que pasan de padres a hijos, nietos y demás familia. "Esto ye la Cruz", reza un modesto cartel a la entrada del Estadio del U.D. Ceares.

"Esto ye El Molinón, hoy y siempre", eso sienten miles de sportinguistas que, adaptados a los tiempos, pueden lucir una camiseta negra con el corazón -escudo- amarillo. No es una afición cerrada a las innovaciones, pero sí se agita con ocurrencias que no tocan y que huelen a parche para tapar agujeros. Viejo Feliú, presidente y persona excepcional, tuvo un sueño: ver en las praderas de Mareo crecer jugadores para el Sporting. Aquellos cincuenta millones de pesetas del traspaso de Churruca fueron la mejor inversión que hizo el club en su historia. Aprendan la lección.

Marcelino pan y vino -película mítica que llenó los cines- quedó en la memoria en blanco y negro de una generación como un ejemplo de niño bondadoso, ángel resignado en la España de los años 50. García Toral, Marcelino -un notable entrenador que deleitó con su fútbol- no es un loco y menos un asesino. Es un ejemplar muy asturiano: vehemente, diciendo lo que piensa a la primera. Eso no siempre puntúa a favor. Que se lo digan al colectivo arbitral. Pero dos presidentes nerviosos, con un presente complicado por sus erróneas decisiones en la elección de nuevos entrenadores para los banquillos, han utilizado a nuestro Marcelino, ángel de la guarda rojiblanco, como chivo expiatorio de sus males. Nuestro amarillo favorito ya no es del Villarreal. A los mejor nos hacemos insulares con Quique Setién, pío, pío. El presidente del Rayo tiene la memoria estropeada: Paco Jémez, el cuerdo, dejó las hemerotecas cargadas de citas y gestos que necesitan el diván para un mejor análisis. Felipe Miñambres se libró de un jefe divino de la muerte.