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Éxtasis por decreto

La moda dudosa de las despedidas de soltería

Nunca me ha gustado el concepto de turismo de calidad porque lo interpreto como un eufemismo para expresar que queremos en nuestras tierras gentes con dineros y no de mochila y bocata. A mí me duele la boca de pregonar que ese mochilero que algunos desprecian es el líder de opinión de la red social, el redactor de la guía alternativa de obligada consulta, ese o esa joven de talento que no busca un resort con barra en la piscina sino callejear y empaparse de la atmósfera de cada lugar para luego correr la voz. O, simplemente, es una persona que viene a conocernos. Y bienvenida sea, caramba.

Sin embargo, desde que se ha empezado a utilizar la expresión "turismo de calidad" frente a esos eventos que consisten en trasladar a gentes de sitio para que hagan el memo de lo lindo por unas horas y ante la galería de las redes sociales, convertidas éstas en jaleadoras de lo soez -como ocurre magistralmente con las despedidas de solteros y solteras-, confieso que me está empezando a caer bien el concepto.

Hasta entiendo que se trata de diferenciar entre quienes vienen con plena consciencia turística a un lugar y quienes podrían servirse del rellano de su propia escalera para la diversión que planean, si no fuera porque acabaría llegando la policía municipal a medir decibelios y tampoco les daría juego -el rellano- para compartir foto en Instagram, ni con filtro Juno por arrobas.

Cuando, conforme avanzo por la ciudad en fin de semana, me cruzo con una sucesión de grupos perpetrando las famosas despedidas, en todos los casos tengo la impresión de que asisto al espectáculo de quienes están en éxtasis por decreto mientras íntimamente se preguntan qué rayos están haciendo allí, con lo bien que estarían de ruta con la bici o en sesión de sofá y palomitas.

El último fin de semana, por ejemplo, como apretó el calor, a todo ello hubo que añadir quemaduras de segundo grado debajo de las astas de reno, penes, antenas de hormiga atómica y otros adornos a modo de tiara de las tiendas de todo a cien, acompañando indumentarias plásticas de originalidad ínfima.

Me da cierto apuro trasladarles el hastío que me producen estos fenómenos porque no quisiera emular a esos coros casposos de grullas que siempre he odiado porque quieren unas ciudades impolutas e insulsas, sin ruidos, olores, fervores, amores y cosa festiva que tanto alegra el alma. Como esos padres que pretenden llevar a casa al chiquillo impecable después de una tarde de parque. Tiene que ir sucio hasta la gorra y feliz, que para eso está la bañera.

Hasta el propio sector turístico local está receloso de un negocio que da dinero ahora aunque quién sabe si quemando esa imagen de ciudad que no es sólo obsesión de nuestros gobernantes, también cada vecino y vecina la llevamos a nuestra manera dentro.

A mí me encanta que Gijón sea sitio de pasiones, al fin y al cabo, ¿qué es si no, lo que queda guardado en nuestra memoria?, los lugares de los momentos mágicos de la vida. Y ojalá nuestra villa quede impresa así mil veces en la retina de quienes nos visitan.

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