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¡Muy bien!

Una de las leyendas urbanas que circulan por ahí, tan pequeñas, tan sospechosas y tan bonicas ellas, es que Fernán Gómez dejó el teatro en los noventa porque no aguantaba al público. En uno de sus últimos monólogos, finalizado el largo texto y entre el silencio sobrecogedor previo al aplauso, un señor le gritó "¡muy bien!". Según me cuentan, porque estamos muy borrachos entonces para historias o, al contrario, justo porque estamos muy borrachos para historias, Fernán Gómez se cabreó mucho después de la función, "¡qué imbécil! ¡que se calle! ¡que me dejen en paz!", y abandonó el teatro definitivamente por el cine. Resulta maravillosamente contradictorio, es decir, maravillosamente humano, que el actor madrileño firmase uno de los textos más importantes sobre el teatro y lo que le rodea, "El viaje a ninguna parte". Esa relación de amor-odio se recrea en "El eunuco", la obra de Terencio que Jordi Sánchez y Pep Antón Gómez han remezclado a nuestros tiempos. El texto, dúctil y en esta versión un poco sobrepasado de minutos, establece una comedia de equívocos y canciones entre nueve personajes pero, sobre todo, se pone a los pies de los actores que lo manejan.

"El eunuco" es un triunfo de la interpretación cómica y del arte del reparto, de ese conglomerado que antes se llamaba "una compañía". Un artefacto que refulge porque posee una estructura humorística sobre la que refuljan sus intérpretes. Con un año en la carretera, parece que ya se ha establecido un mecano del que ya solo cabe, como en "El viaje a ninguna parte", preguntarse los entresijos. Al final de "Hannah y sus hermanas", Woody Allen va a ver una película de los hermanos Marx para reconciliarse con lo trágico de la vida. "Mira a esa gente en la pantalla", se decía Allen, "son realmente divertidos. ¿Y qué más da que lo peor sea verdad?". Durante las dos horas de "El eunuco" se te olvida que lo nuestro es una obra con final triste. Gracias al brutal Pepón Nieto y su general desbordado de pasión (homosexual); a Anabel Alonso y su vis cabaretera de otro siglo; a Marta Fernández Muro, ese tesoro único que tenemos en España; a Jorge Calvo, he visto el futuro de la comedia y es Jorge Calvo; a Antonio Pagudo, que se machaca con el galán patético que hay en él; a Jordi Vidal, saltando de canción a interpretación como si no pasase nada; a Eduardo Mayo, que revive la función con su aparición; a Alejo Sauras, un actor magnífico que se ha subvalorado demasiadas veces; y a María Ordóñez, el descubrimiento del día, que mejora (mucho) todo lo que toca. Al final, perdido entre los aplausos del Campoamor, pensé en gritarles "¡muy bien!", imitando al espectador imbécil de Fernán Gómez. Lo evité por si les daba, como al genial actor madrileño, por dejarlo.

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