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Con vistas al Naranco

Don de lenguas

Sobre la necesidad de fomentar el estudio de los idiomas

Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia supiesen hablar francés. / "Arte diabólica es",dijo, torciendo el mostacho,/ que para hablar en gabacho / un fidalgo en Portugal / llega a viejo, y lo habla mal;/y aquí lo parla un muchacho".

El profesor de Historia Sagrada que nos contó en el parvulario la provocación a Yavé con la torre de Babel me convenció del supuesto origen expiatorio de la diversidad de lenguas. La fábula bíblica era mucho más impactante que la muy posterior errática explicación científica del multilingüismo. Mi abuela paterna contaba con alguna variante personal el epigrama de Nicolás Moratín del anciano portugués que se admiraba de "que todos los niños franceses supieran hablar gabacho". Por mi cuenta aprendí de niño ese francés sin apenas darme cuenta, como el personaje de Molière que no sabía que hablaba en prosa. Luego el inglés ya fue, sigue siendo, arduo, pero siempre he tenido por el don de lenguas "un respeto imponente" hasta afear la gracieta de mi admirado Indalecio Prieto que se mofaba de su correligionario Álvarez del Vayo: "¡Habla seis idiomas, pero no piensa en ninguno!". También se reían de Madariaga, que me confesó en su Oxford que solo dominaba bien francés e inglés y que para el alemán e italiano se valía de Mimí, Doña Emilia, que luego sería su mujer.

En el Parlamento Europeo me asombré de la capacidad de Barbara Durkof, Enrique Barón, Manolo Medina e Íñigo Méndez de Vigo que dominaban un montón de lenguas. Nadie conocí, sin embargo, ni entre los intérpretes oficiales, como Julio Masip Acevedo, hermano de mi padre, que conocía quince lenguas, entre ellas las cinco peninsulares, tal se cuenta de Tomás Meabe, el joven nacionalista vasco que se pasó al socialismo en el primer tercio del siglo pasado. Los dos mil diccionarios de la colección de mi tío se conservan en la biblioteca de la Universidad.

Hoy el predominio absoluto es del inglés. Vanos fueron los intentos, en el origen del europeísmo, de proponer el latín, o incluso el esperanto. Los padres de Europa ya hablaban en inglés antes de que Gran Bretaña, ahora en regreso, se adhiriera. El francés se mantiene solo como lengua predominante en el Tribunal de Luxemburgo, incluso en las discusiones deliberantes a puerta cerrada de los jueces.

En un hermoso contacto, de predominio juvenil, en las instalaciones de "Villa Magdalena", con los eurodiputados Ramón Jáuregui y Jonás Fernández, el primero animaba a las asociaciones europeístas astures a profundizar en la lengua de Shakespeare, lo mismo que, poco antes, a los dinámicos estudiantes del instituto de Pando ("Flipando con Pando","Pando with Europe"), premiados en Euroescola.

De las cosas positivas por incorruptas de la Corporación municipal anterior, en colaboración con LA NUEVA ESPAÑA y la Universidad, la ocasión que nos dieron de conocer al gran lingüista Noam Chomsky, por cierto baluarte de Bernie Sanders en las pasadas primarias norteamericanas.

La torre de Babel es una pintura de Pieter Brueghel el Viejo, que me sobrecogió en el Museo de Historia del Arte de Viena, el Kunsthistorisches, en uno de los escasos contactos en que representé al Parlamento, según di cuenta antaño en estas sabatinas.

En fin, la torre de Babel es una historieta preciosa, y un lienzo mejor, pero la realidad lingüística es la que es, sin provocación alguna.

Ojalá haya pronto gobierno y definitivo pacto educacional en favor de las lenguas, única forma de superar el mito de Babel.

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