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Archivero de la Catedral

Una entrega constante

En memoria de don José Franco Baizán

El momento de la separación y de la despedida siempre es doloroso cuando se trata de una persona objeto de tu amistad, de tu trato cordial y entrañable. Don José Franco unía en su persona de sacerdote cuanto puedes desear en una amistad, en un amigo del alma. ¿Dolor? ¿pena? ¿amargura? Podrían ser sentimientos que, en lo humano, te quieran invadir cuando aquel a quien queremos, al amigo del alma, se separa de nosotros. Confianza en Dios, ilusión compartida, esperanza de vida eterna, los ansío más, cuando aquel a quien despides es un compañero sacerdote cuya partida hacia la casa del Padre sientes con una pena acendrada.

Acabo de recibir la noticia: nuestro amigo don José ha fallecido, nos deja, con dolor no puedo menos de decirlo. "Que Dios lo tenga en su gloria, fue mi oración por él, por don José que acaba de ser llamado a comparecer ante Dios Padre". En muchas ocasiones me lo dijo: Espero de ti el "in memoriam cordial y cálido". Por mi parte es el más grato ministerio que puedo afrontar. Decirte adiós, que es "a Dios te encomiendo", queridísimo Pepe, es para mí en estos momentos el cumplimiento de un compromiso, de una obligación dolorosa, pero ilusionante, porque has emprendido el mejor camino al que podías optar en tu vida. El de la gloria del cielo.

En la entrañable tierra allerana viste la luz primera, en tu Moreda que siempre llevaste en el corazón y en los labios. Allí naciste el 18 de julio de 1933. Allí, en esa tierra tan fecunda para las vocaciones sacerdotales, allí brotó un día la semilla avasalladora de tu vocación al sacerdocio, de tu llamada, del momento aquel en que, como a los discípulos primeros, tuvo para ti el Señor una palabra comprometedora. Allí, en esa tierra de bendición, experimentaste la fuerza impelente de aquel "sígueme" sin vuelta atrás. Allí, en tu Moreda del alma, pusiste la mano en la mancera, dijiste al Señor un "aquí estoy", "envíame". Y te encontraste arrastrado por la fuerza de la palabra como por un torrente arrollador. Aquel "sí" fue el sí del compromiso, de la entrega, de la donación plena, total y definitiva. Seguramente que sentiste la presión de sentirte impotente, de resistir a la invitación, a la llamada que te dirigió el Señor. Con todo, dijiste sí, sin vuelta atrás.

Tus estudios en el Seminario fueron un mero requisito para avanzar por los senderos incógnitos de la gracia y del seguimiento. Y un día fijado para el paso definitivo. Una pregunta comprometedora. El obispo don Francisco Javier Lauzurica y Torralba te hizo la pregunta más sublime y más sin vuelta: "¿Prometes obediencia a mí y a mis sucesores?" y para ti fue como el tomar el más ansiado sendero ante el dilema que se te presentaba. Eras plenamente consciente del sí con que ibas a responder a tu Obispo: "Sí, prometo", dijiste sin titubeos, con ilusiones desmedidas de servir a la Iglesia, de servir a los hermanos, porque en ellos servías a Cristo mismo. Lo tuviste siempre en el ápice de tu memoria. No era un día como otros muchos, como tantos en tu vida, era para ti el día que iba a aparecer escrito en rojo o en letras de oro para el resto de tu tiempo: era el seis de abril del año del Señor de 1957. Consagró tus manos, entonces, con el crisma santo, tu obispo, y empezaste la andadura. Empezaste tu ministerio de ser sacerdote para siempre. Sin hesitaciones ni dudas, sin vacilaciones ni debilidades: fuiste coherente con aquel sí, hasta el día de hoy, en que el Señor te ha llamado a su casa.

En el cómputo de tus días y tus horas, una sumisión plena al Señor y a los hermanos. No supiste otra cosa que servir a manos llenas, que darte, que hacer entrega de tu vida a tantos hermanos, presidido siempre por el "sí prometo" que aquel día de tu ordenación sacerdotal pronunciaste con voz decidida. Como los apóstoles respondiste al "sígueme" primero. Como ellos, "dejaste la redes en la barca de todos los días" y te pusiste a la tarea de ser "pescador de hombres". No supiste de otra cosa que de servir, como te lo vengo repitiendo tantas veces. Serviste primero como Coadjutor de Santa María de Figaredo, después Párroco de San Pelayo de Gallegos, Coadjutor de San Tirso de Oviedo, Capellán de la Adoración Nocturna y después ya de por vida tu servicio a la Catedral. Desde el 30 de Julio de 1971, en que recibiste tu nombramiento catedralicio, fuiste Sacristán, Beneficiado y Canónigo, al fin. Fue para ti el nombramiento sustantivo y sustancial. La "Sancta Ovetensis" vino a ser el ansia de tu servicio, haciéndolo bien, que es lo más que se puede decir. Fuiste también capellán del Colegio de Procuradores de los Tribunales. Fuiste tantos años capellán del Centro Asturiano. Fuiste, sobre todo y antes que todo, sacerdote bien cumplidamente

La Catedral fue tu dedicación, a tiempo pleno en un darte sin reservas. No faltaste, fiel a tu tarea, nunca a tu entrega al Oficio divino, a tu misa de doce de tantos años, a tu confesonario, a tu ministerio. También en el darte a esa otra tarea tuya, tan personal, tan cercana, que, aunque pareciera complementaria, pocas otras cosas supiste hacer tan bien como el crearte amigos. Pocas personas, mañana, en tus honras fúnebres, habrá que no sientan con todos los fervores del alma, que un amigo cercano, un amigo del alma les ha dejado, porque querido Pepe, fuiste por la vida haciendo amigos Fuiste siempre el servidor fiel y prudente de tu Catedral, al que el Señor ha puesto al frente de su heredad, para que dieras fruto en el tiempo oportuno, que fue todos los días, que fue siempre y por encima de todas las cosas.

Responder día a día al "sígueme" de tu Señor, puede parecer tarea fácil; hacerlo como un compromiso vital del que intentas no apartarte ni en lo mínimo, pero confiado en la gracia, que el Señor siempre nos envía, lo fuiste haciendo ininterrumpidamente hasta el día de ayer, en que el Señor, te dirigió un "sígueme" perentorio, sin vuelta ya ni retorno. El Señor te dirigió ese sígueme definitivo, para el que Él te vino preparando, moldeándote con tu enfermedad, como te había ido modelando para aquel sí de la primera hora.

Has intentado ser fiel sin restricciones, cumplir, en la medida de tus limitaciones y de tus humanas fuerzas tu servicio. Ser servidor fue para ti la gran tarea, el gran compromiso. Has intentado ser santo: Él, el Señor, te juzgará. Para ser santo basta serlo en la intimidad del seno del Padre y de la conciencia personal. No hace falta ir voceándolo a gritos por las calles de la vida. Basta con serlo en lo secreto de tu corazón. Es ir, como el buen samaritano, recogiendo a todos los tirados en las cunetas del diario vivir, subiéndolos en las cabalgaduras de la existencia, ungiéndoles las heridas con el vino y el aceite del consuelo. Algo de esto y mucho, muchísimo, diría mejor, fuiste tú, como el resto de los sacerdotes, a quienes siempre has visto como hermanos de tantos otros hermanos que nos necesitan. Querido José Franco, queridísimo Pepe, que el Señor te dé el premio de la bienaventuranza eterna, que el te diga, con esa voz que Él reserva para los servidores leales y buenos: "entra en el gozo eterno de tu Señor" Que tu Santina querida de Miravalles, te recomiende ante su Hijo, para que te reciba en su gloria. Amén.

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