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Con vistas al Naranco

Versos a las flores

¡El poeta es mariposa

Que adula todas las flores!

(Carolina Coronado, Rosa Blanca)

Pepe Monteserín, crack literario, escribe de un tal Angelin que en Pravia leía versos a las flores. Jesús Arango le recuerda polivalente: jardinero, barrendero y flautista. Del San Francisco de mi infancia no retuve a nadie interpelando margaritas pero sí varios ciudadanos hablando a los árboles. Como el poeta y nombrador Fernando Beltrán saludaba diversos charcos. Incluso me topo todavía por el barrio de Uría una mujer entonces joven, pálida, que abría libro para recitar poemas en las inmediaciones del Angelín. A fingida distraída distancia, fui receptor de los sobreactuados versos. Juan Luis R.Vigil, de adolescencia próxima, me advirtió del impagable espectáculo. Saramago ¡el Saraqué de una olvidable ministra de Cultura! evocaba a su abuelo despidiéndose, abrazos y llantinas, de los árboles de su huerto.

Cuando ha tiempo los juristas republicanos Saturnino Escobedo y Renato Ozores me contaron que José Loredo Aparicio, abogado de la ovetense calle Jesús, en los años veinte, leía libros paseando entre las vías del tranvía, lo relacioné con la declamadora herbolaria.

Loredo murió atropellado en México D.F.. Pensé que los tranviarios mexicanos no estaban avisados de su temeridad como los de su Oviedo pero el investigador Jesús Mella me ha dicho que pudo no morir de celo lector, tal maravillaban don Saturnino y don Renato, sino asesinado por trotskista que había fugazmente sido.

El ribadense Dionisio Gamallo Fierros solía sentarse en el San Francisco cerca de alguna rama desprendida para imaginar que su madre la veía de niña en el tronco de un viejo olmo. Tenía Dionisio en su magín clasificadas varias huellas y oquedales arbóreas que vinculaba a su progenitora; ésta llegó a maldecir el día que su hijo, siempre Dionisín, había aprendido a leer, por la invasión de libros en la casa. Carlos Sierra ha inmortalizado un ejemplar oblicuo, errático buscador de incierta luz umbría, que he visto, o soñado, muchas veces antes de que el genio del realismo mágico lo pintara.

Mi Angelín es inanimado, moldura broncínea de fábrica, pero el silente cuerno/trompeta de pátina resaltada en Adolfo Casaprima, imagen gráfica de Francisco Ruiz Tilve, se hace oír por encima del espectro de la tenaz lectora y de los versos que, allí cerca, Luis F. Canteli, Presidente del Ateneo, antes y después alcalde en funciones, mandó audazmente esculpir de Alfonso Camín. Bien también por el Angelín praviano de Monteserín y Arango, el mío sufrió reparaciones pero exhibe la misma fantasía mitológica, con o sin flores a las que dirigir versos o sones de corneta callada y evanescente flauta travesera.

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