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La mirada de Lúculo crónicas gastronómicas

Lyon y la gran madre de Francia

Eugénie Brazier, educada en la cocina de bouchon, fue la primera mujer en lograr tres estrellas Michelin

Lyon y la gran madre de Francia

Durante algún tiempo Lyon fue para mí la meca gastronómica. No sé si el mejor sitio donde he comido, pero sí en el que más me he divertido comiendo en sus bouchons y recordando a Rabelais, que escribió allí Gargantúa entregado a los más pantagruélicos placeres. Lyon es un parque temático para el aficionado a la comida, la capital culinaria del mundo según Curnonsky, el príncipe de los gastrónomos. Situada en lo profundo de la garganta volcánica de Francia, a orillas de dos ríos, el Ródano y el Saona, se asienta sobre una tierra arcillosa rica en trufas en la que los salchichones y las cervelas parecen colgar de las ramas de los arbustos. El desaparecido Alain Chapel, los hermanos Troisgros, popes de la nouvelle cuisine en Roanne, y Paul Bocuse, son todos ellos lioneses.

Es verdad, como se dice, que allí todo está al alcance de las manos: las aves de Bresse, las verduras y frutas del valle del Ródano, los lucios y las carpas del Dombes, el buey Charolais, la caza y las setas de los bosques cercanos, los quesos de montaña del Lyonnais, el socorrido beaujolais y los grandes viñedos del norte del Ródano, de Cote Rôtie y de Hermitage. Aquella tarde, como tantas otras marcadas por el recuerdo de la comida, pensé en Rabelais pero también en la cocina de las madres (mères), rodeado por una remoulade de pieds de mouton (manos de cordero deshuesadas con huevo cocido, láminas de patata y mayonesa); una col rellena de conejo con tomillo, nueces y apio al horno, y las exquisitas quenelles de brochet Nandron (albondigas de lucio con salsa de cangrejos). Platos todos ellos por los que cualquier persona civilizada con buen apetito se arriegaría incluso a matar.

A la burguesía y a la aristocracia textil lionesa siempre les gustó comer. Tenían sus huertos para abastecerse de los mejores productos, carniceros de absoluta confianza -siguen siendo los mejores que conozco- y cocineras experimentadas. Tras la Primera Guerra Mundial y la crisis muchas de ellas perdieron sus empleos y abrieron restaurantes para cocinar sus platos del mismo modo que lo habían hecho para sus señores. Las madres o mères, como se las conocía popularmente, utilizaban los viejos recetarios con los que habían aprendido a desenvolverse en los fogones. El resultado fue asombroso: París todavía traía a la mente la cocina de los grandes salones, Escoffier y Carême, digna de reyes y de emperadores; Lyon, no, Lyon era distinta, la suya era una explosiópn para gourmands del potaje goloso, del espesor. La Francia profunda, campesina, y a la vez refinada en cuanto a la variedad y la diversidad estaba representada en aquel banquete que desde entonces hasta nuestros días no ha dejado de celebrarse jamás.

Grandes clientes de aquellos restaurantes populares eran los canuts, trabajadores de las empresas textiles. Las "madres" preparaban para ellos platos sabrosos, contundentes a precios económicos, ajustados a sus bolsillos, con los productos que las clases pudientes despreciaban: vísceras, las partes más gelatinosas del buey y de la ternera, el "quinto cuarto" de los italianos; cerdo, carpas, anguilas, cebolla y todo tipo de hortalizas, vino y cantidades ingentes de nata y mantequilla. Así empezó la cocina en los bouchons (típicos y selectos restaurantes de la tradición lionesa) y las tabernas de la gran capital de los dos ríos. El horario más concurrido para aquellos almuerzos copiosos era de las seis a las nueve de la mañana, cuando los marineros de las barcazas del Ródano y los empleados de los mercados del turno de noche se disponían a recuperar fuerzas con los desayunos explosivos llamados machons. Comían chicharrones, salchichas, poderosas andouilletes, el gras double (callos de buey) y los pedazos de tripa sumergidos en pan rallado y huevo fritos; las manos de ternera o de cerdo rellenas, o el cevelle de canut, el cerebro del trabajador, una mezcla de requesón batido, con chalotas picadas finísimas, hierbas frescas, nata y vino blanco, sobre grandes tostadas crujientes de pan y acompañado por Beaujolais o Cotes de Rhone en pichet.

Todo ello se ha mantenido hasta hoy. Es lo que los franceses llaman afectivamente la cocina de la "bonne femme", platos sencillos elaborados gracias a la generosidad de los agricultores locales, la abundancia de los ríos y la destreza creativa de los carniceros. El gran Bocuse aprendió de esas mujeres, las grandes mères, el conocimiento que más tarde aplicaría en la nueva cocina de Collonges-au-Mont-d'Or. Pero sobre todo de una ellas: Eugénie Brazier, "la mère Brazier", con la que hizo sus primeras armas. Era una chica de campo, criada en las colinas de Bresse, que dejó su empleo al servicio de una familia de Lyon para trabajar en un figón propiedad de "la mère Filloux", de la que se acabaría separando por incompatibilidad de humores. El 1922 abrió su primer colmado, unos años más tarde se mudaría al Col de la Luère, en las afueras de la ciudad donde en 1933 recibiría las tres primeras estrellas de Michelin. El país empezó a derretirse con su famosa poularde demi-deuil, Francia tenía una nueva madre. Charles de Gaulle y Valéry Giscard d'Estaing se contaban entre sus principales adeptos; Marlene Dietrich no dudaba en atravesar kilómetros para comer su famosa langosta Bera Aurora.

La cocina de Brazier era vigorosa, de grandes fondos, y, sin embargo, fue la primera en restar presencia a la mantequilla. Se empeñó en representar la inmensa variedad del país en sus platos: la carpa y el cangrejo de río de Le Morvan bañados en una bechamel espesa; el rape y el rodaballo, a fuego lento, con tinto Chambertin; las alcachofas con foie gras; la perca y la trucha del Saona con cerveza negra; los lucios servidos con mantequilla blanca picante, que todavía ofrece Lyon en homenaje a su memoria; los caracoles de Borgoña, bañados en vino blanco y, ay, la suprema de pollo de Bresse rellena de juliana de legumbres con vino Gamay y gratin dauphinois. Todo ello bajo el más absoluto rigor.

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