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El Camino Primitivo: con los ojos del primer peregrino

El caminante que sigue la ruta de Alfonso II hacia Santiago se adentra en la fábrica de la historia compostelana y en el corazón de una Asturias bella, solitaria y silenciosa

El Camino Primitivo: con los ojos del primer peregrino

Al llegar a Oviedo tras recorrer el Camino de la Costa, tuve la impresión de adentrarme en la fábrica de la historia compostelana, allí donde todo empezó, en los albores del siglo IX, después del descubrimiento de una misteriosa tumba, atribuida al apóstol Jaime el Mayor. Alfonso II el Casto, habiendo establecido en dicha Ciudad la sede de la nueva capital del reino y la punta de lanza de la Reconquista de la España -sometida al yugo moro desde hacía más de un siglo-, partió rumbo al fin de las tierras del Occidente cristiano para celebrar allí la invención de las reliquias que iban a revolucionar el mundo medieval, impregnado de fervor y piedad. Con esta manifestación contundente, acababa de impulsar, sin saberlo, una de las más importantes peregrinaciones de la cristiandad, junto con Roma y Jerusalén.

Ya entrado en el Camino Primitivo el peregrino, conforme va adelantándose hacia lo desconocido, accede también a lo largo de las etapas y en el marco de un paisaje magnífico y salvaje, entre cielo y tierra, a otros caminos más hondos: los del conocimiento. Pequeño y gran patrimonio jacobeo, ciudades de arte e historia... Allí donde Grado, San Salvador de Cornellana, Salas, Grandas de Salime llaman a las quimeras de un pasado memorable, Oviedo, Lugo, Melide, ya en Galicia, valoran y ensanchan el lirismo de los siglos. Sobre este lienzo de fondo excepcional van acuñándose las largas jornadas de andanzas por sierras y valles, compuestas de pequeños eventos y encuentros sorprendentes.

Un sentimiento de inefable libertad

La aventura se ofrece tanto a los caminantes de la fe como a quienes intentan aislarse en el entorno de una naturaleza excepcional; pero mientras los paisajes interiores van desfilando y aumentando la dureza del andar se le opone un sentimiento de inefable libertad. Armado con una única certeza, mientras recorre las soledades, en el corazón de Asturias uno se dice a sí mismo que la felicidad es el verdadero camino. Andando con los hechos, las épocas y las personas, compañeros de viaje y gente local, uno se convierte en mero eslabón de la larga cadena de una humanidad errante desde hace siglos. Con el rosario de los días, la peregrinación, que es pasarela de hermandad, se transforma en actividad espiritual. Es una experiencia única de paciencia, a la escucha de sí mismo y de los demás, anclada en la radicalidad de un viaje que transforma y ayuda a dar gracias a lo largo de todo un recorrido iniciático, poniendo a prueba el cuerpo y el espíritu. Movido por el deseo de llegar hasta el final, sin importarle tiempo o cansancio, el peregrino descubre nuevos horizontes y una solidaridad compartida.

En lo más profundo del alma

Experimentada al principio como una caminata, la peregrinación de varias semanas se convierte en un asunto serio, un enfrentamiento sincero consigo mismo. En el crisol donde se funden las emociones, en lo más profundo del alma, uno se agarra a lo esencial, movido por el deseo irresistible de llevar la aventura hasta la meta. Entonces la peregrinación compostelana se vuelve metáfora de la vida: cualquiera que sean los motivos, en el camino es donde acontecen las cosas, y su interés estriba en el enfoque que damos a la búsqueda€ Durante el camino se habrá descubierto la belleza de rincones extraordinarios inmersos en la soledad y el silencio, impregnados por el recuerdo de los sitios, poniendo de realce los símbolos del Camino: la concha, las flechas amarillas de color encendido, los albergues€ Salir para Compostela, por el Camino Primitivo o por otros itinerarios, sigue siendo una aventura única, mezclando la voluntad del caminante con la fuerza de los elementos. Y al final, ante la Catedral, ya alcanzada la meta, nada puede menoscabar la magia del Camino. La aventura nos ha llevado muy lejos€

Oviedo, un bisturí que corta el cielo

En verdad, el trazado del Camino Primitivo empieza antes de llegar al pie de la Catedral. Desde la entrada de la ciudad, las conchas en bronce incrustadas en el suelo son como una alegoría urbana jacobea y acompañan al caminante justo hasta el santuario de San Salvador. El caminante va guiado hacia el casco antiguo por una mano invisible que lo envuelve. Desde ahí, la ruta por la ciudad gana en intensidad lo que pierde en soledad. La historia de la ciudad, fundada en el siglo VIII por el rey Fruela, devastada por los árabes y reconstruida por su sucesor Alfonso II, se vuelve más densa. Flota en el aire algo atemporal, mientras que uno se enfrenta a una presencia inquietante. Llegados a este punto del viaje sopla el viento de la historia, en el que se mezclan la Reconquista y la religiosidad; un viento capturado por el torbellino de los siglos. Frente a la catedral, uno está cautivado por la elegancia del estilo, tomado de diferentes épocas; cautivado ante la audacia de la única torre, del Gótico Flamígero, en la que la piedra amarilla del edificio se levanta y corta como un bisturí el cielo azul del atardecer.

Salas, el descubrimiento de la naturaleza

El Fresno, San Marcelo y las llegadas a Premoño o Puerma nos llevan a los encantos de la campiña profunda. El corazón de Asturias se desnuda para aquellos que saben ver, con el paso de los días, la metamorfosis de las cosas: aquéllas que hablan de sensaciones más allá de la razón. Hace falta abrigarse antes de continuar, el frío nos recuerda muy pronto nuestra condición de vagabundos. Un olor a tierra húmeda sacudida por el viento se mezcla con el sonido de las orillas del río Narcea hasta Santa Eulalia Dóriga. Los kilómetros se han sucedido a buen ritmo y el peregrino ha ido descubriendo a través del Camino Real de la Mesa la corriente de un panorama montañoso, prolongado infinitamente y como tallado por un hábil carpintero. Después de que semanas atrás hubiéramos dejado las subidas y bajadas del paisaje costero, como una montaña rusa, ahora ya el caminar se hace más estable. Cruzamos el paisaje como una niebla espesa, sin la sombra de una duda. Uno se acostumbra al silencio de los grandes espacios tranquilos, y se vuelve reacio a interrumpir su rutina silenciosa, llega la ingenua idea de una especie de reposo perpetuo en vida que responde a la necesidad compulsiva de inmensidad que tienen los amantes del senderismo que tienen miedo a las alturas.

En el camino hacia el corazón de la soledad, por Berducedo

Cuando lo más duro ha pasado, el paisaje desolado del puerto del Palo se convierte en un sueño de vana conquista. Entonces nos queda la fatiga legítima de cruzar la cresta para comprender el sentimiento de gran plenitud que nos pone en contacto con la realidad. A pleno sol, después de dos horas de una subida agotadora, un viento de locura da la bienvenida a los conquistadores de unas cumbres que han estado ahí a través del tiempo. Sacudidos en nuestras certezas, bajo el azul del cielo, en medio del caos de rocas blancas, echamos un último vistazo para medir el peso del esfuerzo ante la majestuosidad del panorama. La belleza pura de la visión habla por sí misma y afirma su verdad: no hay ninguna presencia humana por los alrededores. Todo se acerca hacia una cierta desolación, donde la estética de la soledad se hace eco de un cierto ascetismo del peregrino.

El valle hundido de Grandas de Salime

Durante el lento ascenso hacia Grandas de Salime, con el foco en los otros compañeros, cada uno experimenta un largo momento de soledad sobre la ruta incandescente, con la espalda arqueada bajo la tensión del esfuerzo. Creo que algunos de mis acompañantes jamás en toda su vida han pasado tantas horas en soledad. Probablemente nunca sintieron la paradoja de la felicidad de su propia compañía asociada al castigo y al bienestar de caminar. La secuencia de las etapas demuestra nuestra propia fuerza física y mental. Nuestras debilidades y nuestra insignificancia frente a la importancia de la vida y sus envites. Después de dos horas de subida ininterrumpida y gracias a una voluntad de hierro, por fin llegamos, con la espalda rota, a los espacios libres de la meseta cubierta de hierba donde se extiende Grandas de Salime.

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