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Cómo entender a Ulises

La miniserie de tres capítulos Verano griego, escrita por Antonio Rico, recala hoy en la isla de Folégandros, que bien podría ser un trasunto de Ogigia, donde Calipso ofreció a Ulises la inmortalidad y éste la rechazó

La playa de Agáli.

En la isla de Folégandros funciona el que probablemente es el autobús más lento del mundo, o el más lento de Grecia, o quizás el más lento de las Cícladas. Es igual. Ese autobús une Chora, la capital de Folégandros, con la playa de Agáli y con el remoto (aunque sólo está cinco kilómetros de la capital) y disperso pueblecito de Ano Meriá, y su único defecto es que si nos subimos a él estaremos fuera de Chora durante algún tiempo. La vida en Chora, encaramada en la montaña y con algunas de sus casas colgadas de un precipicio que regala maravillosas vistas al mar, es digna de Ogigia, la isla de Calipso a la que llega Ulises en la "Odisea" de Homero.

Ulises pasó en Ogigia siete años, dedicado a no hacer nada salvo amar a la ninfa Calipso. Pero esa vida no era vida para un hombre como Ulises, que construye una balsa para salir de la isla, y Calipso, entonces, tienta al héroe con la inmortalidad. ¿Para qué sirve la vida eterna? Ulises continúa su viaje con destino a los brazos de Penélope porque la inmortalidad que Calipso ofrece a Ulises es una inmortalidad anónima, pues nadie lo sabría (ni su hijo, ni su mujer, ni ningún hombre), y si Ulises hubiera aceptado ese regalo ya no existiría el rey de Ítaca ni, por supuesto, la "Odisea". Todos los días serían iguales, sin interés. Ulises quiere ser él mismo, un hombre. Por eso prefiere seguir siendo mortal y regresar a su patria. El episodio de Calipso supone, en palabras de Jean Pierre Vernant, la entrada en escena por primera vez en la historia de la literatura de lo que podríamos llamar el desprecio heroico de la inmortalidad. Para los griegos de la época de Homero, lo importante no era tanto vivir en ausencia de la muerte como la permanencia por tiempo indefinido entre los vivos gracias a la gloria conquistada en vida. Ulises no quiere, no puede aceptar la oferta de Calipso porque, como dice Pierre Vidal-Naquet, la "Odisea" es el relato de la deliberada aceptación de la condición humana por parte del héroe. Antes de partir, Calipso tuvo la elegancia de regalar a Ulises un pellejo de vino y otro de agua, un saco de cuero lleno de grano y gran cantidad de manjares apetitosos, además de ropa limpia. Pues bien, las encantadoras plazas de la Chora de Folégandros, la agradable sombra que lo inunda todo, las pequeñas iglesias blancas, las tiendas silenciosas y las tabernas que ofrecen platos que son un regalo para los sentidos dejan en ridículo a Calipso y hacen que el turista cuestione su condición de visitante efímero. ¿A quién le importa el regreso a casa cuando se puede vivir por tiempo indefinido en un lugar turístico sin los males de ese turismo sin corazón que ha destrozado otros lugares maravillosos del Egeo? Pero, al fin, no hay más remedio que rechazar la oferta de Calipso en Chora, despreciar heroicamente las delicias de una inmortalidad viendo pasar la vida desde una taberna y, en vez de construir una balsa, como hizo Ulises, coger el autobús.

¿Ya he dicho que el viaje es lento? Muy lento. De esta manera, después de rechazar la inmortalidad en Chora, parece que uno va a pasar una eternidad en un autobús de otra época que se mueve por la carretera como un caracol por el filo de la una navaja, que diría el general Kurtz de la película "Apocalypse Now". De la inmortalidad a la eternidad por sólo 1,80 euros, el precio del billete del autobús. En el viaje de Chora a la playa de Agáli hay tiempo para pensar en que hay tiempo para pensar, y en alguna de las curvas el conductor podría confundirse de nuevo con Calipso porque, como sucede a menudo, el viaje es tan agradable que apetece no llegar nunca a nuestro destino, aunque ese destino sea una preciosa playa que da paso a otras playas a las que se puede acceder en barquito o tras un corto paseo. El sol, el mar, las piedras blancas y una cerveza en la taberna con vistas a este mundo de postal conspiran para hacernos olvidar los placeres de Chora y el encanto del autobús. Folégandros es toda ella una enorme conspiración. Así que hay que ser fuerte como Ulises y abandonar Agáli como antes nos bajamos con pena del autobús y como antes dejamos Chora a regañadientes. La puesta de sol en Ano Meriá, desde la que dicen que se puede ver Creta en los días muy claros, se añade a la lista de otras puestas de sol mucho más famosas y quizá demasiado canónicas: el pueblo de Oía, en Santorini; la puerta del templo de Apolo en Chora, isla de Naxos; la pequeña Venecia en Mykonos capital.

Todo se mueve hacia su final, incluido este viaje a Folégandros. Antes de tomar un barco en el puerto de Karavostasi, en el que no puede faltar un baño en su preciosa playa, no deberíamos abandonar Chora sin visitar la iglesia de Koímisis tis Theotókou, blanquísima y empinadísima, que custodia un icono de plata con fama de milagroso. La subida a la iglesia también es lenta, y hasta que el camino se agarra al monte no hay más remedio que serpentear por las estrechas calles de Chora y, si salimos de una de las plazas del pueblo, pasear por Kastro, el barrio fortificado construido en el siglo XIII por Marco Sanudo y que hoy es un perfecto laberinto de casas blancas, balcones de madera y gatos que se dejan fotografiar gratis. Como los milagros escasean, el icono milagroso no nos concede más tiempo y, además, el barco a la isla de Síkinos no espera. Desde el barco, con Folégandros perdiéndose en el mar, no es fácil entender a Ulises.

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