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ÁNGEL FERNÁNDEZ ORTEGA | Montañero

"Iba para peluquero, un día decidí entrar en la mina y acerté"

"Viví un Turón con 25.000 habitantes, un valle que era como El Dorado, miles de trabajadores que llegaban de toda España... había dinero, pero todo acabó"

El director del colegio La Salle, en Turón, se echó las manos a la cabeza cuando Marcelino Fernández le dijo que había decidido sacar al chiquillo del centro para que dejara de estudiar. El problema era que Ángel, el hijo del peluquero Marcelino, tenía 12 años y era un chaval despierto, buen estudiante, el primero de la clase.

Y así, de golpe y porrazo, Ángel Fernández Ortega se convirtió en pinche de peluquería. "Aquello nunca me gustó, alguna vez se lo eché en cara a mi padre. No sé qué hubiera sido de mí de seguir estudiando, probablemente hubiera seguido los pasos de algunos de mis compañeros de clase que acabaron de médicos o de ingenieros. A mí me gustaba estudiar".

Ángel Fernández Ortega tiene 75 años y es una de las figuras más representativas de la veterana generación montañera del Principado de Asturias. Lleva media vida con presencia en la Federación Asturiana de Montaña, refundador del grupo montañero San Bernardo, autor de una veintena de libros de naturaleza y es uno de los padres de la inmensa red asturiana de senderismo, 4.000 kilómetros señalizados a través de 350 rutas que recorren la geografía asturiana. Nació en Turón, allí vive, fue minero treinta años y las prótesis de cadera y rodilla no le impiden salir todas las semanas a la montaña.

"Nací en 1942, años duros de posguerra. Somos del barrio de San Francisco y mamamos las ideas marxistas de mi padre, lo que no impidió que los tres hermanos acabáramos matriculándonos con los curas de La Salle, que estaban casi al lado de casa pero que era para los hijos de los mineros. Mi padre, que regentaba la peluquería, les dijo a los curas: si me metéis a los fíos en el colegio yo me comprometo a cortaros gratis el pelo. Y los curas aceptaron".

Ángel Fernández Ortega recuerda que en aquellos años Turón dejaba entrever las heridas de la reciente guerra. "Una vez hicieron unas obras en el colegio y comenzaron a salir huesos. El hermano Luis me cogió y me dijo: "Tú vas a hacer de huesero". Y yo me puse a recoger huesos de la zanja y juntarlos en un montón. También aparecieron siete cadáveres en unas obras del campo de fútbol y en el solar del centro de mayores, hace ya 26 años. Pero de aquélla se hablaba poco y se callaba mucho. Mi padre, que tenía unas ideas muy, muy de izquierdas, siguió con su peluquería, por la que pasaban vecinos de todas las ideologías. Alguna vez llegaron los guardias, le cerraron el negocio con él dentro y a darle caña, pero a la vez en la peluquería Marcelino podían coincidir izquierdosos y falangistas, hablando de política pero también de fútbol y de lo que cuadrara. El secreto era que mi padre era un hombre muy querido por todo el mundo. Para que se haga una idea, en la peluquería dábamos número porque había colas de cuarenta tíos para cortar el pelo. Había días que pasaban por allí un centenar de clientes, aunque las tarifas eran mínimas, tres pesetas por el corte y una peseta y media por el afeitado. Funcionaban los abonos, que daban derecho a un corte de pelo al mes y dos afeitados a la semana. El que quería podía pasar los sábados por la peluquería, lo que se llamaba una limpieza de cuello".

Turón, como toda la cuenca minera, vivía el síndrome de El Dorado, que fue intenso pero, visto en perspectiva, efímero. "Aquí venía a trabajar gente de todos lados, gallegos, castellanos, portugueses. Las aldeas se llenaron, los mineros habitaban hórreos y paneras, y los de Turón abrieron sus casas para alojar a los que llegaban. No se hacían ni chequeos médicos para contratar a la gente; yo vi firmar contratos a paisanos tuertos, y para las profundidades de la mina. El pozu San José fue inaugurado en 1953. La localidad llegó a tener 25.000 habitantes, y había unos seis mil obreros en el valle, fundamentalmente trabajadores de las minas de Hulleras de Turón, y con mucha mina de montaña. Aquí se había metido el capital vasco para mandar carbón a los altos hornos de Vizcaya".

Ángel Fernández Ortega vivió una adolescencia con el cepillo en la mano, liberando de pelos a los clientes de su padre. No era el sueño de su vida. "En mis ratos libres saqué el título de delineante industrial por correspondencia. Y cuando cumplí 17 años va mi padre y me pone una peluquería para mí, una especie de habitación a la calle en nuestra casa familiar. Ganaba dinero, pero en aquellos tiempos la paga la entregabas en casa y tus padres te daban algo para los gastos. Y cuando trabajé con mi padre de pinche de peluquería no me pagaba una peseta. Qué coño pagar? Me sacó del colegio un poco por necesidad porque alguien tenía que ayudarle y él se fijó en mí para que continuara el negocio de la familia".

La época obligaba al trabajo duro semanal y el descanso festivo se reducía tan sólo al domingo. "En Turón llegaron a funcionar cuatro cines y dos famosas pistas de baile. Los cines llenos, y eso que había tres funciones. Algunos vecinos nos daban a la gente joven una propina si nos poníamos a la cola muy de mañana a esperar a que se abrieran las taquillas para conseguirles las entradas concretas que querían en el patio de butacas. Había dinero, mucha gente compaginaba el trabajo en la mina con la ganadería, y se vivía bien. Hulleras de Turón tenía un tren de viajeros que funcionaba todos los días, incluso los domingos, y acercaba a la gente hasta Figaredo o hasta Reicastro para enlazar con las líneas férreas del Vasco o de Renfe. Un vagón estaba reservado a los empleados de la compañía".

La mili en Astorga, "dieciocho meses lanzando obuses en el monte Teleno. Paselo muy bien, los militares no veían con buenos ojos a los reclutas que veníamos de Asturias, sobre todo los de las Cuencas. Yo ya tenía novia aquí y cuando podía regresaba de permiso a toda prisa. Y terminado el servicio militar me tuve que replantear la vida. Primero porque estábamos esperando a nuestro primer hijo, Miguel Ángel, y Mari Luz y yo ya nos habíamos casado, y después porque no quería pasarme la vida trabajando de peluquero. Resulta que estuve un año en una tintorería que me la había dejado un amigo, y bien, pero no era lo mío, y además era necesario ponerse a hacer una inversión importante. Y me fui a la mina".

- ¿Acertó?

-Yo creo que sí. Entré en la mina con 24 años y salí treinta años después prejubilado. Me adscriben a la mina San Víctor, en el monte Polio, la única de montaña que mantuvo Hunosa, pero cuando yo entré todavía pertenecía a Hulleras de Turón. Oiga, la mina más politizada de las cuencas mineras. Más que Nicolasa. Allí se paraba por cualquier cosa. Sólo le digo que en la cabecera de la entrada estaban grabados la hoz y el martillo. Y los ingenieros como si tal cosa. Era una mina rentable, con 250 obreros y una producción de 400 vagones de carbón al día. Yo fui al principio tractorista, después me pusieron al mando de una máquina rozadora rusa que aquello era impresionante. Un maquinista podía llenar él solo unos doscientos vagones de carbón. En 1966 me hice minero con un sueldo mensual de 6.000 pesetas, y tres años más tarde llegó Hunosa y nos subió la nómina hasta las 11.000 pesetas. Casi el doble.

El sueldo era alto; las condiciones de trabajo, duras, como no podía ser menos. "De Turón, donde vivía, hasta San Víctor había hora y media de camino, de noche y todo cuesta arriba. Cuando llovía, cuando nevaba, te aguantabas. Yo de aquélla ya andaba muy fichao porque siempre tuve mucha actividad dentro de la Juventud Obrera Católica junto a gente como Severino Arias, Piti, Francisco Javier Suárez o Paco Corte. Mi hermano Marcelino llegó a ser juzgado en Madrid por andar repartiendo 'Mundo Obrero'. Yo también repartí, pero nunca me echaron mano. Cuando las huelgas de 1962 y 1964 la JOC tuvo un papel muy activo, un poco bajo el paraguas de las sacristías y los curas progresistas, a los que hay que agradecer aquello. Había iglesias que siempre estuvieron abiertas a las asambleas de los trabajadores. Total que, como le decía, alguna vez me paró la Guardia Civil camino ya de la mina para desenvolverme el bocadillo, porque había compañeros que forraban la comida con propaganda. Siempre estuve afiliado a CC OO. Después de la rozadora, que había que manejar con mucho cuidado porque si no te llevabas por delante a un compañero, me fui a barrenar y acabé jubilándome de artillero. A veces tenía que llegar a la mina a las cinco de la mañana para ir preparando la infraestructura para cuando llegaran los picadores".

Aquella peluquería que a principios de los años sesenta había quedado en suspenso por el nuevo rumbo vital de Ángel Fernández Ortega resucitó al poco tiempo en forma de tienda familiar de ultramarinos, regentada por su madre, Lucinda. La mina dio estabilidad, sobre todo con Hunosa, "que era una empresa de corte muy moderno, con unos criterios distintos. Hunosa llegó y enseguida empezó a cerrar minas de montaña".

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