Tino Pertierra

La corte del faraón

Espectacular pero demasiado alargada e irregular, la aventura de los mutantes divierte sin entusiasmar

Ni secuela ni precuela sino todo lo contrario. O sea, mestizaje, que es lo que toca en el cruce de corazas que se está imponiendo en la batalla de los superhéroes. Los X-Men son pioneros y no han necesitado de modas y modos recientes para unirse y reunir sus extraordinarios poderes, ya venían así de fábrica. Y son veteranos en eso de salvar al mundo de villanos sin conciencia así que cada nueva entrega viene precedida de dudas y deudas pendientes: ¿será mejor, peor o parecida que la anterior?

Dejemos fuera del debate las aburridas ramificaciones de Lobeznos. En este caso, Bryan Singer iguala su propia propuesta anterior (X-Men: Días del futuro pasado, irregular en su espectacularidad pero con el encanto de poner al día a nuevos y antiguos mutantes) pero se queda lejos, muy lejos de sus dos primeras celebraciones mutantes y del mejor título de la serie, X-Men: primera generación, que hacía las veces de refundación de la franquicia a partir de los orígenes del grupo. Singer, tras un par de batacazos fuera de este territorio, regresa con una duración acorde a los tiempos, o sea, injustificablemente desmesurada que la hace tambalearse por momentos porque lo que pasa en la pantalla solo sirve para rellenar metraje a costa de rebajar la intensidad y, sobre todo, la intención final de Singer. El creador de Sospechosos habituales es, como Christopher Nolan o David Fincher (no digamos Ridley Scott) un cineasta a la antigua usanza, no un Michael Bay o un Zack Snyder (antes de Batman v. Superman, donde se aplaca u npoco) de nueva ola que ahoga todo con montajes ultraveloces y ultrapicados en lonchas donde lo habitual es marear la cerviz y perder de vista lo que está pasando en beneficio del estruendo y la espectacularidad confusa. Singer se deja llevar en el tramo final de este Apocalipsis por la fiebre de los efectos digitales (que son intercambiables con otras películas de destrucción masiva) hasta convertir el "y yo más" en una rutina algo fatigosa, pero lo hace siempre con una claridad narrativa irrenunciable.

No es casualidad que los mejores momentos maquillados de humor nazcan de unos alardes visuales que, en realidad, son de lo más modesto en apariencia: las transgresiones a las leyes físicas que protagoniza ese mutante llamado Mercurio que se mueve a velocidades fuera de control humano. Y tampoco extraña que lo más recordable de la película (junto con la aplaudida aparición de Lobezno) no haya que buscarlo en el interminable combate final sino en ese imponente prólogo egipcio donde Singer se mueve a sus anchas y donde se fragua un malvado apocalíptico que, ay, cuando llega el salto en el tiempo pierde parte de su capacidad de inquietar, y eso que Oscar Isaac es un actorazo.

Hay un desequilibrio evidente entre el interés de unos personajes y otros, y no solo porque los mejores papeles se los den a los mejores actores como Fassbender o McAvoy. No así una Jennifer Lawrence que no parece muy comprometida. Algunas historias tienen gancho y otras desenganchan. Nada qué ver la brillante presentación de Magneto, por ejemplo, con la de otros camaradas. Y es que a Singer y sus guionistas se les nota demasiado sus preferencias, algo que no pasaba con los dos primeros X-Men en los que se trabajó a conciencia cada personaje para dotarlo de una singularidad concreta y bien dibujada. De ahí que en este Apocalipsis la solemnidad resulte forzada en momentos inapropiados y el ya manido debate sobre el papel de los superhéroes queridos/necesitados/temidos/odiados suene a repetición cansina y superflua. En todo caso, no siendo la mejor de ambas trilogías, el competente trabajo de Singer es un digno cierre a esta segunda andadura y, aunque no despierte entusiasmo, no merece el ametrallamiento que ha recibido por buena parte de la crítica estadounidense.

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