Un batallador superlativo

El tiempo, ya lejano, que pasé al lado de Gustavo Bueno me cambió la vida, aunque no sé si para bien o para mal. Pese a la duda, nunca le estaré lo bastante agradecido, porque me inculcó por encima de todo rigor, voluntad analítica y vocación de sistema para afrontar cualquier cosa. Y sobremanera una inmensa curiosidad hacia todo lo humano y lo divino, porque nada queda fuera de la filosofía, ni siquiera el jamón del hostelero que lo convierte en lema ("Jamón, jamón, jamón, ésa es la filosofía del establecimiento"), según un divertido ejemplo.

Gustavo Bueno, el maestro del materialismo filosófico, acaba de dejar de latir, clínicamente hablando, pero eso no deja de ser más que una anécdota, porque habló por su boca y su pluma como pocos, y lo mucho que habló va a seguir hablando por los siglos de los siglos. Él fue el primero que me hizo una revelación sobre la muerte -que no era suya sino del clásico-, un tema que siempre me inquietó: a qué preocuparse, cuando hay vida no hay muerte y cuando hay muerte no hay vida, con uno de esos quiasmos que tanto le gustaban, lo que supone que de nuestra muerte sólo pueden ser testigos los demás pero nunca uno mismo, un cierto consuelo para el que muere y una faena para los que quedan de su entorno. Así que Bueno ha muerto pero seguirá vivo, otra obviedad. Esa continuidad la expresó muchas veces hegelianamente: el espíritu subjetivo cuenta poco; sólo en la medida en que se sabe fundir con el espíritu objetivo que nos trasciende a todos, como un legado que nos sobrevuela y que perdura en el tiempo. Don Gustavo no precisará de acólitos ni de apologetas, porque va a seguir filosofando solo y con la misma fuerza por los siglos de los siglos.

Sabedora de mi respeto hacia la persona y obra de Gustavo Bueno, decliné inicialmente la posibilidad que LA NUEVA ESPAÑA me brindaba de escribir unas líneas para la ocasión por no parecer un inelegante miembro de un coro de Magdalenas, pero pensé más tarde que la generosidad con que don Gustavo trató siempre al firmante merecía obviar el remilgo y dedicarle el humilde homenaje que éstas suponen. Le dije a su hijo mayor que estaba desolado con la noticia y desolado sigo al saber que no volveré a verle cara a cara y a sentir la radiación de su presencia física. La última vez hará cosa de un año, frente a su Fundación y su vivienda, en compañía de otra fiel discípula. Fue un reencuentro impactante -después de largo tiempo- para mi historia personal, porque seguía siendo el mismo personaje que conocí intensamente medio siglo atrás. Tenía 91 años pero estaba exactamente igual que en sus mejores sesenta. La misma agudeza, la misma energía, el mismo humor. "Mis hijos me obligan a cruzar por el semáforo, que está más arriba, así que he de hacer un rodeo, porque mi tendencia es la línea recta, aunque he de esquivar coches". Esas cosas, ciertamente, no podrá repetirlas; para el resto, pese a que él creyera que aún necesitaría unas cuantas décadas de añadidura para acabar su magna empresa intelectual, no resulta un gran drama: ha escrito tanto y tan denso, ha dejado tantas imágenes y entrevistas (gracias, Internet, Youtube, Turing, Bill Gates?) que resulta más que suficiente para valorar el enorme peso de su obra, para que ésta ocupe el papel que se merece en el conjunto del saber, como él diría. Con la mayor modestia, el que firma podría seguir escribiendo y escribiendo, mal que bien, al respecto durante muchas horas, pero no le consta que a nadie le interese.

No siempre coincidí con el maestro en sus conclusiones ni en sus posturas, en especial en los últimos tiempos. Pero siempre le respeté porque entendía que tenía detrás razonamientos poderosos, un método y un sistema de una solidez apabullante. Sabía que, en todo caso, nunca serían posiciones tomadas alegremente a la ligera, sino conclusiones resultantes de planteamientos sin fisura, al menos dentro de su propia symploké, lo que ha de merecer el mayor de los respetos desde quienes no la compartan. A modo de decálogo para quienes no lo conocieran en exceso, me atrevo a enmarcar su trayectoria en diez constantes:

1) Saber enciclopédico permanente.

2) Pasión desapasionada en sus exposiciones.

3) Capacidad dialéctica inagotable.

4) Agudeza de espíritu constante.

5) Impiedad con cuanto y cuantos la merecieran.

6) Intransigencia intelectual ante todo pensamiento blando.

7) Energía pedagógica ejemplar.

8) Ironía y humor mayéutico.

9) Solidez insuperable en todos sus constructos.

10) Generosidad incluso ingenua con cuantos se le acercaban con o sin pedigrí.

No le deseo que descanse en paz porque nunca ambicionó descanso alguno y menos aún paz: fue un batallador superlativo que debe seguir sirviendo de modelo. Como dicen del Campeador, don Gustavo seguro que seguirá ganado batallas tras su desaparición física. Y lo hará, insisto, por los siglos de los siglos, como su admirado Platón o como los mejores escolásticos. Que así sea.

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