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Escapadas

De picoteo en una "osmizza"

El placer de comer en casa de los campesinos del Carso

Flecha roja hacia una "osmizza" en Prepotto (Italia). MARIOLA RIERA

Hay que seguir la indicación de la flecha roja colocada junto a una rama. Así se llega a una osmica ("osmizza" en italiano, "osmiza" en dialecto triestino). Son sencillas casas de comidas regentadas por sus dueños, campesinos autorizados a servir los productos que ellos mismos producen. Ni más ni menos. La carta es tan limitada como suculenta. Vino, embutidos, queso, quizás huevos duros y de postre, fruta, todo lo más marinada en vino o en agua con azúcar. No se puede cocinar.

Las "osmice" son las tabernas más genuinas de la región italiana del Friuli y las fronterizas tierras de Eslovenia. Nada que ver con los "agriturismi" (casas rurales) o bares de pueblo. Las más famosas se concentran en las cercanías de Trieste, en la zona del Carso. Estas tabernas hunden sus raíces en los tiempos de Carlomagno, cuando el emperador permitió a los agricultores vender sus propio vino. A finales del XVIII José II de Habsburgo retomó la práctica y la extendió a la comida. Con una condición: la venta sólo podría durar ocho días (origen del nombre). Hoy en día quedan unas 40 en el Carso, muy bien organizadas con un calendario que se debe consultar para no encontrar la puerta cerrada. Las fechas de apertura se marcan en función de cuándo la familia puede atender a los clientes y, lo más importante, si tiene algo que ofrecer. Unas pueden abrir tan sólo un puñado de días y otras quizás tiren casi un mes (la normativa del periodo de apertura se ha relajado, no así la de la oferta gastronómica). No están todas funcionado al mismo tiempo y su horario, de la mañana a la noche, varía en función de la disponibilidad de sus propietarios.

La tradición de indicarlas mediante la flecha roja y la rama sigue vigente, pero para hacer las cosas más fáciles a los clientes hay una página web (osmize.com) y folletos que facilitan fechas, horarios y localización. Pese a las indicaciones no es fácil quizás encontrar alguna, ya que su ubicación en las casas de los pueblos, sin ningún tipo de cartel hostelero, puede despitar. Dentro uno se acomoda en las sillas y mesas que por allí hay repartidas, en muchas ocasiones recuperadas del trastero. Si la visita es en verano, lo más probable será encontrar hueco a la estupenda sombra de una parra mientras las gallinas andan sueltas y pasa el tractor del vecino camino del campo. No hay carta, pero el idioma (italiano, esloveno, dialectos locales) no es problema, pues no hay mucho donde elegir. Con echar mano al gesto universal de comer y de beber, e indicar con los dedos el número de gente a la mesa, ya está todo hecho. En unos minutos aparecerá una gran tabla llena de embutido y quesos caseros con los que saciar el hambre tras una buena caminata por las aldeas y el Carso o una agradable jornada de baño en el Adriático. ¿El precio? Lo que cuesta es creérselo.

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