Juan C. GALÁN

En el siglo XI, Avilés, o el esqueje de la misma, era un territorio próspero merced a su actividad portuaria y al talento de sus mercaderes. Avilés aportaba al Reino de León tanta riqueza que sus habitantes comenzaron a amasar una reivindicación: conseguir un cuidado especial y ciertos privilegios por parte de la Corona. El rey leonés Alfonso VI, que luego también gobernaría sobre los territorios de Galicia y Castilla, decidió ceder a las peticiones avilesinas con la concesión, en 1085, del Fuero de Avilés.

El edicto real significaba para el territorio una suerte de «mini constitución». Así, Alfonso VI otorgaba a Avilés una nutrida nómina de privilegios, pero también una amplio catálogo de obligaciones. La más importante: lealtad absoluta a la Corona, una estrategia por la que el Rey se aseguraba la explotación en exclusiva de las riquezas que generaba Avilés, puesto que la ciudad, merced al Fuero, tan sólo pagaba impuestos a la Corona de León. Sin embargo, la concesión del Fuero aportó más privilegios que obligaciones a la pujante ciudad. El documento constituía un marco legislativo que eximía a Avilés, por ejemplo, de cargas públicas en el llamado portazgo, esto es, la exportación e importación de bienes. Toda una revolución para la época, todo lo más que en el siglo XI el uso de los puentes era casi anecdótico. En su lugar, existía la figura del barquero, que se encargaba de surcar las aguas en su barcaza para transportar de una orilla a otra las mercancías, labor por la que los comerciantes debían pagar una buena suma de dinero. Sin embargo, el Fuero eximía del pago a los mercaderes que operaban en Avilés, así como del pago, obligatorio en aquellos tiempos, para ingresar en las ciudades.

Uno de los puntos de la «mini constitución» avilesina que supuso el Fuero contempla la exención del pago de impuestos para los comerciantes que distribuyeran sus mercancías entre el puerto de Avilés y León.

El historiador avilesino Juan Carlos de la Madrid es gráfico al señalar el efecto que el Fuero tuvo en la realidad avilesina. «Los privilegios de los que gozaba Avilés la hacían una ciudad atractiva para vivir en ella, un imán para la inmigración», señala De La Madrid.