No es la primera vez que presto atención a lo que se cuece en el sistema educativo de Corea, un régimen altamente competitivo donde todos quieren ser número uno y se ha extendido la adicción a las clases privadas fuera del horario escolar. Esto ha generado tal preocupación, que el gobierno ha creado una especie de patrulla vecinal que se asegura de que nadie esté estudiando tras el toque de queda establecido. Incluso se ofrecen recompensas por «cazar» a estudiantes trabajando a escondidas fuera de las horas reglamentarias.

Lo cierto es que lo que parece el argumento de una novela de George Orwell es un extremo poco recomendable, como también lo es el extremo opuesto, el deseo de pasar sin esfuerzo por las aulas y que nos resulta tan familiar.

Esta mañana, sin ir más lejos, pude observar que aquí, al contrario que en Corea, la figura que más se venera no es la del estudiante aplicado, sino la de su antagonista. Así, en el transcurso de la hora de tutoría en cuarto de la ESO procedimos a efectuar la elección de delegado. Después de unas actividades previas en las que todos explicaban con sus palabras cómo debe ser el delegado ideal, es decir: responsable, conciliador, capaz de defender los intereses del grupo y una larga serie de virtudes que todos fueron enumerando como una lección bien aprendida y que parecía indicar que la delegada sería aquella alumna que bajo mi punto de vista se ajustaba bastante bien a ese perfil, la votación tomó un rumbo totalmente distinto: el delegado elegido fue «el repetidor», una especie de «líder» que ya el primer día me anunció, como si esta fuera una gran hazaña, que llevaba toda su vida escolar rascándose la barriga. En los momentos previos a la votación los tres candidatos trataron de convencer a sus compañeros de que eran los candidatos ideales, y si dos de ellos apelaron al sentido común: «ya me conocéis hace años», «sabéis que soy responsable» y cosas por el estilo, el discurso del que finalmente fuera coronado como delegado de grupo fue realmente arrollador: «Ya sabéis que como delegado soy responsable del parte de faltas. Y como yo siempre llego tarde, el parte no estará en clase hasta que yo llegue, así que aunque lleguéis un poco tarde vosotros, ¡no podrán poneros "retraso"!». A esta defensa de su candidatura, le siguió una gran ovación.

Mientras el defensor de la ley del mínimo esfuerzo triunfa entre mis estudiantes, me imagino a esos pobres alumnos coreanos, deseosos de llegar al sobresaliente y escondidos con sus libros de texto hasta altas horas de la madrugada. Lo cierto es que a veces, aunque resulte realmente descabellado, no hay como prohibir algo para fomentar el interés.