Llevaba catorce años siendo cliente de la misma compañía de telefonía móvil cuando decidí que para cambiar de terminal debía llevar a cabo una portabilidad a una compañía diferente. Me dirigí a una tienda para efectuar la operación, donde me ofrecieron 500 minutos y 500 «megas» para navegar. Además, entregando un par de viejos móviles conseguía un teléfono de alta gama por 4 euros y una cuota mensual no muy económica, pero que yo estaba dispuesta a pagar. La oferta, sin embargo, no incluía ningún «sms», que tendría que abonar aparte. Al día siguiente de hacer la portabilidad me llamó una amable operadora de mi compañía con una contraoferta difícil de rechazar: me ofrecían por el mismo precio el terminal que yo quería de forma gratuita (sí, gratis, esa palabra mágica que nos pierde a los consumidores), 550 minutos para hablar, internet ilimitado y «sms «ilimitados. ¿Qué podía hacer? Con la errónea impresión de haberme aprovechado de ella, comprobé que, si bien la oferta no era mentira, estaba cargada de matices.

Cuando leí el contrato comprobé que los 550 minutos de voz eran en realidad 300 minutos a los que le había sumado 250 más, exclusivamente para fines de semana, que si bien es cierto que suman 550, no se corresponde con lo que parecían ofrecer. Es decir, que si los 300 minutos se me acaban a los quince días, me quedan 250 para fines de semana y el resto de las llamadas de lunes a viernes las tengo que abonar. «Efectivamente», me indica con resignación la dependiente de la tienda tratando de capear el temporal originado por la teleoperadora. Además, compruebo con estupefacción que por lo visto me había comprometido a pagar al mes durante 24 meses, un mínimo de 5 euros más que la tarifa acordada. Y esto, ¿de dónde sale? No doy crédito. Anulo el contrato y escojo una tarifa más razonable, con lo que pierdo los 250 minutos de fines de semana, que en realidad no quiero para nada, y compruebo que ahora ya no me sale gratis el teléfono (qué decepción) sino que tengo que pagar 37 euros por él. Esto no es gran cosa (teniendo en cuenta que cuesta 600 euros libre) si no fuera porque la tienda donde hice la portabilidad me ha obligado a aceptar unas condiciones un tanto abusivas: pagar una fianza de 50 euros que no me devuelven si anulo la operación. La operadora de la contraoferta me dice que los reclame, que eso es ilegal, no sin decirme además que la empresa fabricante del teléfono que me regala, me devolverá 50 euros si me doy de alta en su web. «Bueno», pienso, «al menos recuperaré esos 50 euros de la fianza gracias al fabricante del teléfono». Cuando tengo el móvil en mi poder con los datos necesarios para aprovechar esa promoción, compruebo que ésta se terminaba precisamente el día que la teleoperadora me hizo la contraoferta, con lo que era imposible aprovecharme de ella, ya que se tardan varios días en cancelar la portabilidad.

Acordándome de toda la familia de la teleoperadora colombiana, me tomo un café en mi cafetera de cápsulas, con cuya compra me anunciaron que me regalaban 15 euros en café de una conocida marca. «Interesante oferta», pensé entonces. No dudé en solicitar el cheque que prometían enviando a la fábrica la factura de compra. Dos meses después recibo el anhelado cheque en forma de taco de descuentos de 0,50 céntimos cada uno, no acumulables. Es decir, que para que me descuenten los prometidos 15 euros en café, tengo que comprar 30 paquetes a unos 3 euros cada uno antes de diciembre de 2012.

Desilusionada, tiro los descuentos a la basura (pienso comprar marca blanca, que sale más barato) y confirmo que nadie da duros a dos pesetas y que en este mundo traidor, no hay verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.