Nos invaden», me dice un amigo indignado ante la proliferación de calabazas y brujas en los escaparates de Avilés. Él no es el único molesto porque nos hayamos americanizado y, a juzgar por la propaganda que se ve estos días, parece que la fiesta de Halloween se está comiendo a Todos los Santos. Aunque esta nueva costumbre ha surgido, muy posiblemente, de los departamentos de inglés de los centros escolares, está claro que ya se ha generalizado: ha tomado los colegios, pero también los bares. Y ha llegado para quedarse.

En los países anglosajones esta fiesta de origen celta y pagano es la segunda fiesta comercial después de la Navidad y no deja de ser una forma de quitar hierro al asunto, de trivializar la muerte. Lo que no deja de impresionar es cómo afecta al mercado el efecto Halloween: si en España, hasta ahora, eran las floristerías las que hacían su agosto en Todos los Santos, en estas mismas fechas los estadounidenses compran dos billones de calabazas y se gastan dos billones y medio de dólares en disfraces, de los cuales trescientos millones los invierten en disfraces para sus animales domésticos.

En España cada vez es más frecuente percibir los efectos atronadores de la globalización. Como dice mi amigo, nos invaden los americanos. Nos invaden con Papá Noel, que ahora llega al hogar de la mayoría de los niños españoles, y además lo hace en mejor fecha que los Reyes Magos, eso no se puede negar, dando tiempo suficiente para disfrutar de los juguetes durante las vacaciones. Nos invaden y nos empujan al consumismo. No tardaremos en acelerar la venta de calabazas en España y, tal vez un futuro, también heredemos el familiar Día de Acción de Gracias, convirtiendo la cría de pavos en el nuevo negocio del siglo.

Y volviendo a la fiesta de Halloween, la Iglesia duda de la inocencia de esta celebración y ve en este despliegue de seres malignos un claro trasfondo de ocultismo y, en definitiva, anticristianismo. Supongo que la Iglesia se ha dado cuenta de que ofrecer a los niños que celebren el Día de Todos los Santos con una misa por los difuntos tiene pocos visos de éxito. Tal vez por eso hace un par de años la Conferencia Episcopal sugería que, sin acabar con los disfraces típicos de esta fiesta, los niños (o no tan niños) se vistieran de santos en vez de optar por caracterizarse como las fuerzas del mal: brujas, demonios, vampiros o zombis. Está claro que con un segundo Carnaval en otoño es difícil competir y que, aunque nos propongan disfrazarnos de San Pancracio, no podemos negar que los malignos son infinitamente más divertidos.