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Vita brevis

Bye, Britain

Los ingleses siempre fueron bastante soberbios y, cuando ya no les quedaban más que unas migajas, aún se pavoneaban como siguieran siendo un gran imperio. Cuando ibas por esas tierras te esperaban unos aduaneros tiesos, como si se hubieran tragado un palo, sentados en unos taburetes altos y que te miraban por encima del hombro. Tenían aspectos de sargentos jubilados de algún regimiento colonial y olían por el sobaquillo que alimentaban, porque por entonces los ingleses no eran mucho de lavarse, sobremanera por ahorrar en agua caliente, porque siempre han sido tacaños con avaricia. Naturalmente sólo hablaban inglés y allá tú si no lo entendías o sólo charloteabas algo porque no hacían el más mínimo esfuerzo para entenderte.

Por aquellos tiempos los británicos no salían mucho de sus islas, salvo algunos ricos diletantes que iban a esquiar a los Alpes, a andar por París de compras o a solazarse bajo el sol de las islas griegas. En esos casos decían que iban al continente, como una especie de amalgama de países pequeños y generalmente atrasados o, al menos, derrotados por ellos en sus grandes guerras mundiales.

Así siguieron ensimismados circulando por la izquierda. Seguían usando pesas, medidas y monedas medievales, como la libra y la onza; como la milla, la yarda y la pulgada; como la guinea, la libra esterlina, el chelín y el penique. El sistema métrico decimal era una simplificación inventada para los burros del continente y ellos siempre fueron especiales, que tomaban a las cuatro el té de las cinco. En los hoteles servían desayunos ingleses, con huevos tirados en una plancha con mantequilla, tocino con hebra algo churruscada y las peores salchichas que existen en el universo mundo, cuando por cierto los ingleses lo que desayunan de toda la vida es "porride", que son unas modestas gachas de avena. Las tabernas, guarramente enmoquetadas, tocaban una campana a las once de la noche y cerraban la barra con una verja, de tal manera que, a partir de esa hora, no servían nada más, aunque se pudiera continuar dentro hasta acabar todo lo que se hubiera previamente pedido y debidamente pagado.

Todo aquello cambió radicalmente cuando los británicos decidieron ingresar en el club de la Unión Europea. A partir de entonces salieron de sus islas en tropel y llegaron a conocer el sol, el aceite de oliva, el vino, el jamón de pata negra, el chorizo, los churros, las tapas, los hoteles sin asquerosas moquetas y el andar por las tabernas sin campanas ni verjas para tomar cervezas frescas que no hay que masticar.

Andaban así los británicos tan ricamente cuando surgió una crisis económica que afectó a todo quisque, que bien lo sabemos por aquí cuando teníamos al señor Zapatero, remendón, y aquellas ministras alucinadas que veían brotes verdes. En las islas aparecieron unos charlatanes, cantamañanas y nostálgicos de los oropeles del imperio fenecido que dieron por pregonar "Europe steals us", que es una frase que, debidamente traducida al catalán y aplicada a los adentros, también se hizo fortuna para tapar la subida de impuestos y el recorte de los servicios porque "Espanya ens roba".

Con esto y con la avalancha de emigrantes que invadían las bucólicas campiñas inglesas, que de europeos tenían pocos, porque generalmente eran de las antiguos colonias británicas, se inventaron el acrónimo Brexist, que llana y brevemente viene a decir que los británicos se largan de Europa. El premier convocó un referéndum, que pensaba que saldría que no, pero salió que sí, y el Parlamento no se atrevió a contrariar ese resultado, aunque podría haberlo hecho porque allí los referéndums no pintan ni copas. Y ya llegó el día en que nos ha dicho "bye, Europe" Pues "bye, Britain".

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